miércoles, 19 de septiembre de 2018

Lunático

(Imagen extraída de la red Internet)

Benito era… entrañable. Sí, ese es el adjetivo que tanto se me resistía cuando dudaba entre escribir estas líneas o no hacerlo; el que mejor le define, sin duda. El otro, el que utilizaba la gente al principio como mofa para después quedarse como su mote, no me hacía demasiada gracia, aunque con el tiempo fui encontrándole un sentido. Benito era tan buena persona que en el pueblo enseguida dejaron de reparar en sus rarezas, olvidando así de echárselas en cara. Tan pronto ayudaba a los vecinos con las pequeñas chapuzas del hogar como en las siegas o en sus modestas vendimias, que aquí ya sabemos que no hay mucha uva, pero la poca que hay produce un vino exquisito; y en vez de dejarse convidar después de unas horas de duro trabajo, era él quien lo hacía pues siempre tenía en cuenta el llegar con bebidas frescas y las mejores viandas de su despensa allí donde se demandara su presencia. Y qué decir de su querido y famoso tractor, heredado de su progenitor pero que parecía nuevo de lo bien cuidado que lo tenía…, siempre estuvo a disposición de quien pudiera necesitarlo, aunque lo cierto es que nunca nadie aceptó su ofrecimiento alegando diversas excusas, la mayoría poco creíbles.
Él acostumbraba a decir a todo aquel que quisiera escucharle que su conducta carecía de mérito, que era la normal entre los de su especie, los nativos de la Luna, porque siempre juró y perjuró que él era un extraterrestre llegado desde allí. Quien más, quien menos, achacó tal delirio al tremendo golpe que se dio al caerse desde lo más alto del tractor de su padre cuando aún era un jovenzuelo que se afanaba en colaborar con él en cualquier tarea que surgiera. Y sólo por ello, el mencionado vehículo, cuyo tamaño era bastante mayor que el de los pocos que constituían el escaso parque de nuestra localidad, se ganó la fama de funesto que aún hoy mantiene.
Ahora mismo, sentado en uno de los bancos de la única plaza de nuestra aldea desde donde escribo en mi desgastada pero querida libreta estas palabras, mis recuerdos y reflexiones, miro de reojo a la lustrada placa que la adorna y lamento que él no llegara a verla renombrada. «Plaza de Benito», se puede leer hoy, y debajo de las letras, y en un gris plata intenso y brillante, una reproducción de la Luna Llena nos confirma que, a pesar de que nadie lo quisiera admitir de manera oficial, a muchos convecinos les quedó bien grabada en su interior la gran duda, ¿y si… y si siempre nos dijo la verdad? No así a mí, o por lo menos no desde que hace unos meses Benito me guiñara un ojo desde la preciosa, brillante y cercana esfera y lo haya repetido cada veintinueve días desde entonces…; pero me temo que si comento esto por aquí, todos piensen que yo también me haya caído del tractor o bebido toda la producción de tinto del año de un plumazo…
He sobrevivido a muchos de mis amigos, y sé que él me consideraba uno de los suyos. Recuerdo como si fuera hoy mismo y han pasado ya veinte años el día de su entierro y cómo el pueblo entero se volcó para acompañarle en su último recorrido por estas calles que le vieron crecer procurando hacer el bien hasta que le llegó la hora de morir, lo que hizo con total discreción.
Y así, no puedo evitar pensar en algo que me genera una gran inquietud: A saber qué pensarán los que como yo se mantienen con vida cuando, como contempla la ley municipal, en unos días se acceda a su sepultura para exhumar sus restos y llevarlos al osario provincial, y alguien grite, con el terror que generan algunas confirmaciones de sospechas silenciadas, que allí no hay nada que pueda llevarse a ninguna parte…

© Patxi Hinojosa Luján
(19/09/2018)

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