Para los hombres de su familia, era como
una tradición ya establecida el quejarse de todo, o de casi todo; y por todo o
por casi todo. Jesús, cabeza de la misma, cumplía este rol a la perfección. E
incluso José, su hijo mayor y único varón. Pero el que se llevaba la palma era
Juan, abuelo de José y padre de Jesús. En verdad parecía que los tres estaban siempre
en continua competición por ver quién podía quejarse más en cada situación, aunque
al final padre e hijo, una vez sí y otra también, rindiéndose, acababan dejando
por imposible al abuelo, que seguía y seguía quejándose, con pocos argumentos ya,
y menos energía.
Por quejarse, a veces lo hacían hasta
con razón, como cuando de la peseta pasamos al euro y los tres coincidieron,
quejándose amargamente, en que nos habían «engañado como a chinos» al subir
casi todo un sesenta y seis por ciento, sobre todo aquello que de un día para
otro pasó de cien pesetas a costar un euro…
Por su parte, las chicas de la casa, a
sabiendas de que todo esto era algo que no podrían cambiar nunca, se resignaban
a su suerte e intentaban, dentro de lo posible, no participar en sus
quejumbrosas conversaciones, organizando planes alternativos, llegado el caso.
Se habían convertido en unas verdaderas expertas en el arte de la improvisación,
y esta llevaba trazas de convertirse en legado genético para las futuras féminas
de la familia, tal y como ya lo era la obstinación por quejarse indiscriminadamente
en el caso de los varones.
A Juan podríamos definirlo como un
entrañable anciano, cuando no estaba quejándose, ¡claro!, aunque cualquier
observador puntual lo definiría más bien como un cascarrabias, cascarrabias que
en una semana cumpliría los ochenta y cinco años. Pero esto le importaba más
bien poco a nuestro venerable abuelo. Bastante tenía él con ocuparse de sus
cosas cuando no se estaba quejando de algo o de alguien… Y una de sus cosas era
ni más ni menos su casi enfermiza afición a la filatelia. Y eso que él no era
un filatélico al uso. Únicamente se interesaba, estudiaba y coleccionaba
aquellas hojas de sellos que, durante su tirada y producción, hubieran salido
con algún defecto, lo que normalmente aumentaba considerablemente su valor. Su
generosa pensión le permitía tales desembolsos, y además no se le conocían
mayores vicios.
Recientemente, y gracias a la
todopoderosa red de redes, había sabido de la aparición de dos folios de sellos
defectuosos, dentro de la serie de los editados en homenaje a los Paradores de
Turismo, uno para España por valor
de 0,42 € por unidad, y el otro para Europa por valor de 0,90 € por cada sello,
después de las programadas subidas para principios del recién comenzado año
2015. Ambos folios estaban compuestos por 25 unidades, pero su valor de mercado
era muy superior a los 10,50 y 22,50 € teóricos; se sospechaba que fuera más de
cincuenta veces superior... También supo que, por aquello de las influencias y
contactos, los dos obraban en poder de una única persona, que únicamente
pretendía sacar beneficio económico con ellos, especulando sin rubor alguno,
por lo que ya estaban colocados en una subasta online que acababa de comenzar
hacía un par de días. El defecto era lo de menos, concretamente en estos dos
casos los sellos carecían de las pertinentes perforaciones laterales a su
alrededor, las que permiten una fácil separación de cada uno del resto. Lo
importante para él era que, como piezas únicas, pasaran a formar parte de su
amada colección, de la que sentía un especial orgullo, y que enseñaba a todo incauto
que, cual presa desprevenida, se ponía a tiro.
Pero esta vez algo andaba mal para él en
la subasta, no era como en anteriores ocasiones en las que no llegaba a aparecer
nunca nadie tan loco como él en ese alpinismo económico. Cada vez que su puja volvía
a situarse en lo más alto, inmediatamente después aparecía alguien que, aunque
por muy poco, le superaba. Y así siempre durante los últimos días. Todo esto
empezaba a desconcertarle y, lo que era peor, a cabrearle enormemente. Se
pasaba el día quejándose de ello, y sus familiares, creyendo que era una más de
sus habituales quejas, lo soportaban estoicamente… Y cuando llegó el momento
del cierre de la puja, comprobó con estupor cómo, esta vez, se había quedado
sin su objetivo. Y una queja prolongada, la mayor en tiempos, empezó y no se
interrumpió ni siquiera cuando, una semana después, sonó el timbre del
telefonillo del portero automático…
— ¡El cartero! El señor… Juan Gastón, ¿está
en casa? Traigo un sobre certificado para él.
—Sí, está en casa.
— ¿Pueden abrirme, por favor, para que
suba a entregárselo?
—Ahora mismo… ¿ya está?
— ¡Sí, gracias, enseguida estoy ahí!
Ya en el descansillo de la escalera,
frente a la entreabierta puerta de la familia Gastón…
—Si es tan amable de firmar aquí… —le
solicitó el cartero a Juan.
— ¿Dónde, en este recuadro?
—Sí, exactamente ahí —contestó el
servicial funcionario de Correos, y le entregó el sobre.
Un
instante después, quejándose de la inoportuna y brusca interrupción de
su «siesta del burro» por parte de ese cartero, y mientras se dirigía por el
pasillo hacia su habitación y su rostro ya no era visible para los demás, sin dejar
de asir fuertemente su sobre, una desconocida y gran sonrisa adornó su cara y
no le abandonó después de comprobar qué era lo que le habían entregado y que
justo un momento antes había intuido como una premonición.
***
Una y dos habitaciones más allá, Jesús y
José se quejaban también, en este caso por un mismo motivo: no podrían acudir a
presenciar los partidos de su equipo del alma, por lo menos durante tres meses,
al haber sufrido sus respectivas cuentas corrientes una merma considerable en
su saldo de un día para otro, y sin que las féminas de la casa tuvieran el
menor conocimiento de ello, de momento…
© Patxi Hinojosa Luján
(29/01/2015)
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