—¡Mamá,
carta de papá! —Al instante, unas miradas cómplices se cruzan, incrédulas, en
un silencio cortante que pronto ya no será tal.
—A
ver, hija… déjate de bromas, ¡chistosa!, respeta tu rol, ¡que tú aún no has
nacido, por Dios!; ¿tanta prisa tienes por interpretarte a ti misma? Recuerda
que hoy interpretas el personaje de mamá y que la carta es de tu novio, que
está en la cárcel…, digo, en la mili. Ya sabes que en esta primera parte tu
madre representará a tu abuela, y que es ella la que te avisa a ti de que has
recibido correspondencia, ¿ok?
»Si
no tenéis paciencia y os leéis con atención el guion, ¡las dos!, esta
representación estará condenada al fracaso más absoluto y la sorpresa que quiero
prepararle al «Tito» se quedará en nada —el grandullón que así hablaba, no
obstante, no aparentaba enfado alguno mientras dirigía estas palabras a las
improvisadas actrices, huelga decir que aficionadas ambas—. Como os adelanté,
hija, tú tendrás que leer, si no consigues memorizar, lo que está escrito en negro,
y mamá lo mismo con lo que está en rojo, ¿lo habéis entendido las dos? Pues venga,
nos tomamos media hora para releer el texto y lo intentamos de nuevo desde el
principio, y así de paso bebo algo, que me muero de sed, ¿de acuerdo? —la
emoción, los nervios, hacían acto de presencia secándole la boca.
—¡De
acuerdo! —soltaron al unísono las chicas; aunque quince minutos después su
impaciencia ya estaba pidiendo permiso para retomar la acción, permiso que fue concedido…
De
nuevo, ahora más en serio, llegó el turno para la representación:
—¡Hija,
carta de tu novio! —dijo la madre, la que fuera destinataria en la vida real de
unas cuantas misivas similares casi treinta y seis años atrás; mientras, realizaba
un esfuerzo ímprobo para no iluminar la estancia con una gran sonrisa que no figuraba
en el guion.
—¡¡¡Bieeeeeeeen!!!
Me estaba quedando sin paciencia y sin uñas, ni ayer ni anteayer recibí correo y
la espera se me hacía muy larga, demasiado. Con tu permiso, voy a mi cuarto a
leerla con tranquilidad —la chica, esta vez sí, se había metido en su papel a
la perfección, interpretando a su joven madre cuando esta aún no llegaba a su
propia edad.
—No
creo que te diga nada que no puedas leer aquí, ¿no?, ¿o es que es de esos
frescos que le dicen cualquier impertinencia a las mozas y hacen que se
ruboricen?
—¡Mamá,
ya te he dicho un montón de veces que Eduar es buena gente, demasiado buena
gente diría yo…! —En ese momento —se tomó esa licencia al estar ensayando— improvisó
un guiño cómplice como regalo para su padre que, atento, alternaba la mirada
entre las que eran su hija y su mujer en la realidad, representando a su novia
y a su futura suegra de antaño; y no pudo por menos que sentirse orgulloso de
ambas.
La
escena continuó y nuestra protagonista, que hizo un ademán para indicarnos que
se cambiaba de estancia, aparentó leer la carta que no era sino un folio que
después de desdoblarse se delataba al no contener palabra alguna, aunque si algunos
pensamientos hubieran estado trabajando, bien pudiera contener mucha esencia textual y
conceptual acumulada por el devenir de los tiempos. Poco después invirtió el
gesto para indicar la vuelta a su posición inicial.
—Y
qué, ¿qué te dice tu amado amante? —apremió, con algo de sorna, la figura de la
madre.
—Pues
lo de siempre, mamá: que me quiere mucho, que me echa de menos lo que no está
escrito, que las horas se le hacen eternas y que no ve el día en que por fin le
licencien para regresar a casa y ya no volver a separarse más de mí. —Sonrisa bobalicona,
con una exageración premeditada, precediendo a un instante de meditación dentro
de un respetuoso silencio.
»Y,
como siempre, la firma es suya, sí, pero el trazo del resto de la carta es
diferente. A mí no me engaña, me da a mí que ese compañero suyo del que nos habla
las pocas veces que consigue comunicarse por teléfono, como si de su amigo más
querido se tratara, algo va a tener que ver… De esta no pasa, tengo que
preguntarle sin rodeos si le encarga que escriba las cartas por él. En todo
caso, pensándolo bien, poco me importa porque lo que leo siempre acabo
sintiéndolo —lo conozco bien— como si me lo recitara su propia voz desde su
corazón… —Llegados a este punto, su madre frunció el ceño, algo desconcertada
puesto que desconocía estos extremos al haberse limitado a concentrarse en su encarnado texto, y por su evidente
inocencia.
—Vais
muy bien chicas, ¡eso es! —interrumpió, fuera de programa, el varón de la casa,
escondiendo una sonrisa.
La
novia cogió un nuevo folio e hizo como si, de nuevo en su cuarto de manera
teatral, procedía a redactar la respuesta mientras, en teoría, murmuraba lo que
iba escribiendo sin que nadie pudiera entender nada. Volvió a su posición inicial…
—Bueno,
ya está, iré ahora mismo a echar la carta al buzón de la esquina para que la
reciba lo antes posible —comentó con gesto radiante.
—¿Al
final, le has preguntado sobre esa duda que tienes? —quiso saber, presa de la
curiosidad, la madre de la representación, porque así se indicaba en sus líneas
de color rojo, pero también la novia del pasado, porque empezaba a intuir que
algo se le había escapado durante todo este tiempo.
—No,
al final no. Prefiero que me lo diga cuando le apetezca, si es que le apetece…
»Al
fin y al cabo, como he leído hace poco no sé dónde, los regalos, los tesoros,
nunca, pero nunca, son lo que contienen las cajas, sino siempre las manos que
las entregan, ¡siempre! Esta frase me ha marcado y creo con sinceridad que aquí,
salvando las distancias, puede aplicarse a la perfección. No me importa nada en
absoluto el medio que haya utilizado Eduar para recordarme lo que siente por
mí. Es más, si ha tenido que acumular el coraje suficiente para solicitar semejante
favor, creo que ello le da más valor, si cabe… —La madre no sabía ya qué
pensar, aunque el hecho de que su guionista y director particular les hubiera
dicho que quedaba aún un segundo acto que se representaría al día siguiente, le
tranquilizaba un tanto, a pesar de no haberles entregado el texto
correspondiente.
Y
llegó el día siguiente…
—¿Qué
nos toca hacer hoy? —preguntaron casi al unísono, intrigadas, las dos ilusionadas
actrices sin ni siquiera haber terminado sus respectivos desayunos.
—En
su momento, ya os avisaré y espero que no se demore, será repetir primero de
manera oficial todo lo de ayer, después vendrá un ejercicio de improvisación.
Os vais a divertir…
Un
par de horas más tarde suena el timbre de la puerta y el que la franquea cuando
es abierta no es otro que el «Tito», que había anticipado su visita una semana
antes a su amigo, aunque a este se le hubiera «olvidado» comentarlo con su familia.
Después de las salutaciones de rigor, besos y sentidos abrazos incluidos, y de colocar
en el frigorífico la botella de Veuve Clicquot
que trae como presente, se le insta a que tome asiento en la butaca central del
salón, previo ofrecimiento del aperitivo que ese momento, por ser media mañana,
demandaba. Y, dejando la estancia a media luz, las chicas proceden a
representar las escenas ensayadas el día anterior bajo las atentas miradas masculinas,
fija la del invitado e inquisitoria en tres direcciones la del promotor del
evento, un tal Eduar, muy concentrado y más emocionado.
Acabada
la corta representación se instaló en el ambiente un incómodo aunque breve
silencio, seguido por una salva de sinceros aplausos masculinos.
—¡Qué
sorpresa, ya no me acordaba de esa anécdota! —soltó el visitante a bocajarro.
—Bueno,
ahora entramos en la parte de la improvisación, porque lo que viene no está
escrito, ja, ja, ja, ja —Eduar parecía estar disfrutando al imaginar lo que esperaba
que sucedería.
—¿Vais
a explicarme de qué va todo esto, par de pillastres? —La esposa, un tanto
incómoda, requería una respuesta por parte de los varones, una respuesta que ya
conocía aunque no quisiera reconocerlo.
—Pero
mamá, ¿de veras no has entendido lo que nos ha querido explicar papá relacionándolo
con la visita de este granuja? —intervino la hija, entre carcajadas, mientras
propinaba un medido codazo al «Tito».
—La
verdad —pensó aquel en voz alta—, como en su día no le di ninguna importancia, esos
recuerdos se habían instalado en lo más profundo de mi memoria. Ahora visualizo
las imágenes de aquellos momentos como si de una película actual se tratara y
las sensaciones que me vienen son muy gratificantes —Dicho lo cual se levantó
de su privilegiada ubicación para dar un abrazo a su anfitrión y amigo del alma
bajo la atenta mirada de las chicas de la casa.
—Entonces
—volvió a intervenir la madre, más tranquila—, ¿es cierto que todas las cartas
que me enviaste desde el cuartel las escribió tu amigo y tú solo las firmaste?
—Veo
que todo este montaje ha servido para algo, cariño… Y te diré, en mi defensa,
que yo siempre le dictaba lo que quería decirte, y él a veces, solo a veces, le
daba una vuelta si no le gustaba del todo. Me refiero a las formas, nunca al
fondo, ¡que quede claro! ¡Y lo bien que me quedaba la firma…! —añadió en tono
humorístico para rebajar una tensión que, por otra parte, ya había desaparecido
por completo.
—Recuerdo
que ya por aquel entonces, Eduar, no te gustaba nada escribir aduciendo mala
letra, por lo que aprovechabas que yo le escribiera casi diario a mi chica para
camelarme y, que ya puestos, trazara unas cuantas líneas extras. Ahora sería
incapaz de hacerlo, he perdido casi por completo la costumbre de escribir a
mano y me cuesta una barbaridad.
»Señora
—añadió imitando un ademán de galanteo de época—, espero que esta revelación no
la haya incomodado, al fin y al cabo era eso o que se espaciara bastante más la
llegada de noticias y tengo entendido que tal posibilidad no le hubiera agradado
lo más mínimo…
La
«Señora» asintió y buscó a su marido.
—¿Quieres
que te diga algo, cariño?, si en su momento intuí algo, te aseguro que ahora no
lo recuerdo en absoluto. Y, asumiendo como propio lo que ha interpretado nuestra
hija cuando me representaba —muchas gracias por prestarme tan bellas palabras—,
no es que me importe, es que incluso me siento orgullosa de ti —se acercó a él
para darle un casto beso en los labios.
Eduar,
satisfecho por cómo se iba desarrollando todo, recordó algo de pronto, se
dirigió al tocadiscos y puso el Whatever You Want de los Status Quo.
En el instante en que empezaba el estribillo, las damas de la casa se pusieron
a cantarlo al unísono con un repetido «queremos champán». Ellas recordaban a la
perfección lo que Eduar les contó en más de una ocasión: que él y su colega
allí presente cantaban así la famosa tonadilla de dicha canción cuando se
evadían —dejémoslo ahí— en el bar del cuartel y la pinchaban un día sí y otro
también en el jukebox del mismo.
Mientras, haciéndole los coros a las chicas, los
dos amigos sirvieron cuatro copas con el fresco líquido de la «viudita de
Clicquot», aún quedaban unas cuantas historias por las que brindar…
Y, como el telón tarde o temprano terminaría
por bajar y nosotros ya habíamos tenido bastante, procedimos a retirarnos con
discreción.
© Patxi Hinojosa Luján
(10/12/2015)
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