Flores,
cantos rodados, tierra, cemento, mármol y más flores conformaban el teatral y
frío escenario con actores en contra de su voluntad.
Pensé
que bien podría haberme sucedido a mí. Solo contemplar esa idea me produjo un
escalofrío tan evidente que temí haber hecho el ridículo con mis convulsiones. Estudié
con discreción lo que sucedía a mi alrededor, pero cada quién estaba a lo suyo
y nadie se dignó en dirigirme su mirada; mejor así —pensé, y resoplé, aunque ni
siquiera el aire se movió.
¡Pobre…
hombre!, o al menos eso supuse por las lágrimas de aquella mujer de negro, con
algún que otro detallito en rojo, que no dejaba de alternar su mirada entre el
nicho sin cerrar y las caras de las que supuse serían sus dos hijas; estas le
arropaban, una a cada lado, sin dejar margen alguno para que el aire pudiera separarlas
lo más mínimo al pasar entre ellas. A pesar del dolor reinante en la atmósfera,
cargada de esa emoción retenida que turbia la visión con la ligera capa húmeda
y salada que anuncia el nacimiento de un llanto, pude focalizar mi atención en aquella
estampa familiar para comprobar que, por la edad de la damas, esa escena se
había adelantado en el tiempo, diría que bastante, en un acto tan antinatural
como frecuente. Y me puse a imaginar.
Imaginé
proyectos retrasados con quebradizas excusas ahora condenados al limbo de su no
realización. Imaginé proyectos de muebles sentenciados a permanecer como bosquejos
en láminas que acabarán amarilleándose sin remedio. Imaginé canciones, relatos,
novelas, todos ellos con la firma «dedicado a e inspirado por», sin conseguir ni
plasmarse en un mísero folio o una desgastada pantalla.
Pero
imaginé «tequieros» apostados en el trampolín de una lengua, mudos —valga la
paradoja— por no atreverse a saltar en su momento. Imaginé asimismo abrazos
rodeando vacíos al llegar un instante después de cuando eran necesarios.
También
imaginé viajes, aventuras, risas; le imaginé a él en esos días en que desde sus
apasionados despertares en amaneceres luminosos y cálidos y hasta la llegada de
sus rojizos anocheceres hubiera permanecido sin soltarse de la conocida cintura,
cual tabla de salvación.
E
imaginé a nuestro protagonista imaginando que alguien pudiera imaginar todo lo
anterior. Admití que le puede pasar a cualquiera…
Cuando finalizada la ceremonia todo el personal allí presente dio media vuelta
para alejarse, y sin oposición física alguna pudo franquear mi posición, un
nuevo estremecimiento, ahora con nitidez incorpórea, me sacudió el alma.
Y, aceptado lo irremediable, me imaginé imaginando
que alguien pudiera imaginarme en todo lo anterior.
Imaginé…
¡por imaginar!
© Patxi Hinojosa Luján
(05/12/2015)
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