Mi
hogar amaneció ayer igual que siempre. Bueno, no igual porque andaba revoloteando
por el húmedo ambiente el matiz «casi»; el fulgor del nuevo día puso en escena
a unos actores de sobra conocidos: el polvo, el humo, el bullicio y el mismo
frío de jornadas anteriores, que es lo que correspondía al estar ya metidos en
plena estación invernal, pero también el familiar y desgarrador sentimiento de
soledad que se manifestó encogido, con mucha menor magnitud; lo pude apreciar de
una manera muy nítida mientras tiritaba algo debido al destemple producido por el
reciente despertar. Hacía meses que no experimentaba una sensación de paz
interior tan intensa como aquella que normalizó con tanta eficacia mis
constantes vitales. Después de unos meses triste, de nuevo me sentí feliz. Y todavía
no había abierto los ojos.
Llevabas
algo más de un mes pasando cerca, un poco más cada día, mientras te hacías el
despistado buscando, ahora lo sé con certeza, nada. No creas que no me di
cuenta, te observé las dos últimas semanas con la máxima discreción que fui
capaz de manejar: fue en el transcurso de los últimos días cuando abandonaste ya
toda precaución y te dejaste ver sin ningún pudor, cruzando incluso miradas
conmigo que mantenías hasta que las leyes de la física te aconsejaban lo
contrario, al objeto de evitar un accidente, mientras caminabas en retirada.
Pero
volviendo al día de ayer, cuando mis ojos pudieron por fin enfocar la primera
imagen de la mañana, ahí estabas tú de pie, justo enfrente, retándome a una
guerra de miradas sin pestañeos en la que el primero que flaqueara sería el perdedor
de un juego sin más premio que un cierto orgullo infantil. Añadiste a tu retador
gesto una amplia sonrisa en el instante en que, en un allanamiento virtual de
morada al dejar atrás mi platillo para los donativos, depositaste una caja
mediana con asidero, como las de los aguinaldos, encima de las ropas enrolladas
que ejercían de almohada. Levantaste el pulgar izquierdo y, silbando, te
alejaste de allí. Intuí que no volvería a verte más, a no ser que tú lo
consintieras o cometieras un desliz. Hacía unos instantes que había dejado de
tiritar cuando plagié tu ancha sonrisa.
Acaba
de empezar a llover, lo habíamos venido presintiendo desde días atrás, pero hoy
no dormiremos al raso ni mi mascota ni yo. La generosidad introducida en
aquella caja regalo lo hace posible. No se me ha regalado ninguna propiedad, aunque
el hecho de que, según se me ha indicado, pueda utilizar este pequeño pero
coqueto apartamento (en el que me encuentro ahora escribiendo estas líneas) por
tiempo indefinido y sin coste alguno es más de lo que hubiera podido fantasear
en cualquiera de mis sueños, incluidos los más ebrios. He tenido que leer y
releer varias veces lo que se indica en los folios, que acompañan a algunos
alimentos dentro del paquete, para empezar a creer y aceptar que incluso tendré
también una pequeña asignación mensual para por lo menos no morirme de hambre
sin mendigar.
Tu
regalo es mi dignidad: me la has devuelto, y con ella la claridad mental que me
permite entender algo importante. Ahora sé que podré volver a verte si ese es
mi deseo, aunque intentaré no molestarte para no dificultar tu labor. Ahora ya sé
por qué encontré mi anterior hogar callejero tan cálido y bien acondicionado y
nadie me lo reclamó nunca…
© Patxi Hinojosa Luján
(29/12/2015)
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