Tanto
por la izquierda como por la derecha del recto trayecto desaparecen con la
misma rapidez con la que aparecen, como por arte de experto ilusionista,
innumerables bellezas, verdaderas maravillas de la Madre Naturaleza entre las
que se intercala alguna que otra obra digamos, más artificial.
El
amplio vehículo todoterreno cuenta con una carrocería algo ajada, de color gris
plomo, pero que se percibe elegante desde la lejanía; se desplaza a gran velocidad
con el habitáculo sellado a cal y canto debido a las condiciones externas.
Dentro…
—¡Me
aburro! ¿Cuándo llegamos, papá?, ¿falta mucho aún? —pregunta el benjamín de la
numerosa familia que viaja cual expedición junto a su padre que, silbando por
momentos animadas melodías aunque siempre concentrado al máximo, les está guiando
de vuelta a casa ejerciendo de conductor y máximo responsable.
—Ya
no queda mucho, hijo, no te impacientes —se apresura a contestar su madre para
evitar que su compañero llegue a distraerse y perder la visión, aunque fuera
por breve espacio de tiempo, que les ofrece el panorámico cristal; están a
punto de entrar en una zona de tránsito muy denso y arriesgado, y toda
precaución en la conducción se presume escasa.
Vuelven
a casa después de un largo período de ausencia que ya les empezaba a pesar cual
enorme mochila cargada de “por si acasos”, casi siempre tan pesados como
inútiles. Pero vuelven, y eso es lo único trascendente en estos instantes. Las
espaldas de los adultos sienten ya un hormigueo en sus columnas vertebrales que
esconden a duras penas con sus vestimentas y forzados gestos faciales. La
ausencia ha sido prolongada, más incluso que en las anteriores ocasiones,
¿encontrarán su hogar tal y como lo habían dejado, largo tiempo atrás aunque pareciera
ayer? La respuesta la tendrán en breve, y ello acrecienta un punto más el
nervioso cosquilleo.
Cuando
consiguen superar ese momento, delicado por peligroso, el generado en ese
sector de intenso tráfico, observan con atención lo que la luna delantera les
presenta, y una mezcla de sorpresa, disgusto e inquietud se apodera de todos
los adultos, hasta tal punto que ni siquiera se fijan en que una Luna «muy
creciente» les guiña un cráter mientras, presumida, les muestra el ombligo en
una clara muestra de cariñosa bienvenida que intenta rebajar —aunque bien es
cierto que sin conseguirlo, lo que le decepciona hasta su cara oculta— la
tensión que sabe con certeza encontrarán a su llegada y que ya se empieza a
reflejar en el cargado ambiente que va adquiriendo ese recinto cerrado. Para entonces
el silencio es tan extremo que torna en doloroso, nadie se atreve ni a respirar…
Ya
lo tienen a la vista, lo bastante cerca como para confirmar lo que intuyeron en
aquel momento que tan dura impresión les produjo, y se confirman los peores
augurios. En ese momento las sensaciones entran en dura batalla con las
emociones sin que haya alguien que se atreva a dictar veredicto alguno que
anuncie un ganador.
Desde
una discreta posición, ocultos de miradas no deseadas, confirman algo que no
habían contemplado ni como hipótesis: en su hogar se han instalado okupas. Es
un hecho tan real como inevitable que tendrán que denunciarlo para a
continuación, con toda probabilidad, regresar por donde habían venido.
El
responsable del grupo, antes de tomar cualquier otra decisión, decide hacer un examen
a fondo del nuevo escenario encontrado y opta por dar unas cuantas vueltas de
reconocimiento en la órbita de «su» planeta azul, a varias alturas, pero sin
olvidarse de activar el modo de «camuflaje extremo», para evitar desencuentros
y malentendidos. Lo que descubren es desalentador, hay miles de millones de esos
okupas, unos seres primitivos que no han dudado en dañar su antiguo hogar hasta
límites insospechados y entre los que las diferencias sociales y las injusticias
parecieran situarse en la cúspide de sus valores morales. La verdad es que nadie
entiende nada. Ellos, para evitar mayores males en su querido planeta, lo
dejaron descansar de su presencia justo antes de la última glaciación esperando
que la Naturaleza abriera paso a la vida de nuevo en el momento oportuno y así
prepararlo de nuevo para la presencia de los suyos. Y ahora se encuentran con
esto…
Cansado
y desanimado, el líder del grupo deja caer sus tres metros y medio terrestres
de altura sobre el anatómico asiento y con la pericia que le otorgan los trece
dedos de sus dos manos activa en el panel de mandos, en una última comprobación
de rutina, el modo de «visión indiscreta»
en un par de direcciones aleatorias. Lo que ve acaba de desorientarle por
completo con respecto a esa desconocida raza de la que ha descubierto que se
autodenomina humana: En un grupo de esos humanos dos ejemplares, uno de cada
sexo por las evidentes diferencias físicas, se entregan a un juego de piel contra
piel con una sensibilidad y cariño que le acaba enterneciendo; mas, a poca
distancia de allí, otra pareja como la anterior, pero esta vez protegida contra
el frío con extravagantes prendas, están inmersos en una grave disputa que
acaba en una desigual pelea hasta que el más fuerte, el macho, acaba con la
vida de la hembra y se aleja de la escena con total tranquilidad. En una rápida
evaluación mental tiene que admitir que no le extraña, recordando lo que han
sido capaces de hacerle a su querido planeta azul; aun así tiene que evitar
unas arcadas de repulsión. Ya no quiere ver nada más, se irán de allí de inmediato
esperando una pronta autodestrucción de tan bárbara raza o una rápida nueva
glaciación, lo que antes se produzca.
Toma
rumbo de vuelta con destino a su punto de partida, energía y combustible hay de
sobra, lo que escasea un tanto es el ánimo, pero está seguro de que lo irán
recobrando a poco que superen, ahora en el sentido opuesto, el cinturón de
basura espacial que orbita el planeta por gracia de esos salvajes y el
posterior de asteroides que tanto dificultaron el pilotaje en el trayecto de
ida; quizá también el paso del tiempo ayude. Da un sentido beso al pequeño de
sus retoños y le aconseja que duerma un poco, todavía tardarán en llegar a su
destino. Lo repite con su compañera, que le devuelve el gesto. Todos los
adultos hacen la señal de estar preparados y él parpadea en aparente
transparencia. Todos le respetan. Todos le seguirían más allá del fin del
Universo. Todos le quieren. Todos le llaman Juva.
Esta
vez es Juva el que, antes de alejarse de allí y con afecto y efecto
retroactivo, le guiña uno de sus tres ojos, el superior, a una Luna ahora ya
llena que más que verlo lo intuye y que pareciera responderle con un aumento de
su luminosidad y un sucesivo cambio de matices en su tono de color, del gris
plata al gris rojizo «rubor», y de este al gris azulado «pena». ¿Cuántos ciclos
tardarán en volver a verse?
Mientras la nave se aleja, en el espacio cercano al planeta ahora
llamado Tierra queda grabada una certeza: Tanto Juva como la Luna esperan vivir
lo suficiente para contarlo y cantarlo, ambos…
© Patxi Hinojosa Luján
(09/02/2016)
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