El
apartamento está ubicado en el quinto piso de un céntrico barrio. En la sobria
y robusta mesa de madera maciza colocada en el centro del salón comedor restan
dos servicios de desayuno: de uno ya se ha dado buena cuenta, mas el otro está
a medias. Las paredes, semidesnudas, intentan tapar sus vergüenzas con algunos cuadros
que no enmarcan más que algún que otro reconocimiento en forma de medalla al
mérito «tal» o diploma al merecimiento «cual». La temperatura que impera por
mor de la calefacción eléctrica controlada por un termostato digital, y que
refleja el moderno termómetro mural, es de veintiún grados. A pesar de ello, allí
todo está frío, porque es frío; el ambiente que se respira desde tiempo atrás es
gélido.
—Nos
vemos en comisaría —acertó a decir Eva, aunque Ádam no pudo oírlo envuelto como
estaba en la onda expansiva del portazo que acababa de dar tras de sí y que
hizo temblar medio edificio.
«Nos
vemos en comisaría, como siempre…», murmuró antes de ponerse sin ganas a intentar
terminar lo que le quedaba de desayuno, tan frío ya a estas alturas como el
témpano en que se había convertido la convivencia con su marido. Y, para colmo,
tenía que aguantar su presencia en la oficina cuando él no estaba de
investigación sobre el terreno como inspector de la brigada criminal que era.
Ella, siendo también policía, cumplía labores administrativas y permanecía
todas las horas de su jornada entre esas cuatro paredes a las que tanto odiaba,
no por el trabajo en sí sino por haberse convertido en la prolongación física
de su hogar.
Eva
se encontraba entre la espada y la pared. Es cierto que Ádam nunca le había
puesto la mano encima en el sentido de maltrato físico; y en el otro, en el de los
juegos de piel contra piel…, de un tiempo a esta parte se solía poner a rememorar,
ya sin nostalgia, intentando recordar cuándo fue la última vez que sucedió sin
que estuviera deseando que acabara lo antes posible, y en verdad le costaba
trabajo visualizarlo de tan dispersas que estaban imágenes y sensaciones por el
paso del tiempo, un tiempo de infelicidad.
Se
encontraba en su particular travesía del desierto en el plano emocional porque conocía
bien otro tipo de vejaciones, las sicológicas, las de los menosprecios,
desprecios e insultos, las de los gritos en plena cara aliñados con gestos
amenazantes; las había sufrido en primera persona durante meses por lo que tenía
experiencia como para escribir todo un tratado, y sin embargo no podía contar
nada a nadie. La oficina de su trabajo —por la línea directa que mantenía con
la que gestionaba las denuncias de malos tratos— no era mal lugar para desahogarse
y delatarlo, pero tenía la seguridad de que algunos no la creerían: «con lo
buena persona que es Ádam, ¡y tan trabajador! —Se imaginaba oyéndolo entre
susurros cómplices de sus compañeros a su espalda—». Por otro lado, los que sí
lo hicieran bien se cuidarían de no entrometerse en semejante lío. No podía
presentar ninguna prueba y lo mejor para ellos sería mirar para otro lado.
Fue
observando de reojo un reportaje sobre novedades científicas en el aparato de televisión,
colgado en el rincón más alejado y que emitía imágenes con el sonido en mute, cuando le surgió la idea.
No
solo con otras oficinas tenía contacto Eva desde su puesto, también con otras
secciones de su comisaría como la de nuevas tecnologías en la que jóvenes
entusiastas ejercían más de técnicos y de jóvenes que de policías. Motivos para
liarse la manta a la cabeza le sobraban, solo necesitaba hacer acopio de
valentía para llevar a cabo el plan que empezaba a trazar desde esos momentos su
atormentada mente. Pero necesitaba ayuda.
Aprovechando
tiempos muertos en sus quehaceres se las ingenió, cuando Ádam estaba en alguna investigación
sobre el terreno, para hacer pasar por su puesto, uno a uno, a los jóvenes
recién incorporados a la mencionada sección de nuevas tecnologías con la excusa
de terminar de rellenar sus fichas personales y unos ficticios cuestionarios. Esto
le permitió poder elegir, entre todos ellos, la presa más adecuada para ponerlo
todo en marcha al objeto de conseguir su propósito por la docilidad que le
intuyó y la pasión con que le hablaba de sus labores. Enseguida vio que le
sería fácil distraerle en el asunto del orden jerárquico de la cadena de mando
y su modo de trabajar, y que bien podría transmitirle así unas supuestas
órdenes de algún superior que en ningún caso tendría la menor idea de lo que Eva
estaba maquinando. Abelardo se llamaba el elegido.
Abelardo
sabía todo lo que se podía saber en ese momento referente a los drones, tanto
en el aspecto técnico como en el jurídico. En el primero, le explicó a Eva una
tarde con poco movimiento en la oficina, era bastante sencillo dotar a uno de
esos artilugios de una cámara en alta definición gestionada por el mismo
control remoto que controlaba todo lo relativo a su desplazamiento y vuelo. En
el segundo, no fue difícil ponerse de acuerdo en que grabándose a sí misma no incurriría
en ninguna ilegalidad. El joven desconocía en esos momentos que en el guion se
había omitido la presencia de un segundo actor.
Eva
dio a Abelardo todos los datos referentes a la localización de su vivienda y
del salón comedor dentro de ella, así como los horarios en que necesitaba que
el aparato estuviera vigilando y grabando. Ya se encargaría ella de que nunca
estuviera bajada del todo la persiana correspondiente y quedara el margen
adecuado para el trabajo del dron. Tendría que tener paciencia hasta poder acertar
con el momento idóneo para obtener una grabación explícita y clara, aunque
visto lo visto en las últimas semanas era optimista a pesar de la incongruencia
que pudiera suponer decir esto teniendo en cuenta que ese sentimiento
significaba que iba a sufrir una vez más el maltrato de alguien que es posible
que un día la amara.
Pronto
supo Abelardo los verdaderos propósitos de Eva y los motivos para perpetrar
semejante plan. Era tarde para abandonar, él también estaba pringado, pero no
lo pensó ni por un instante, se estaba encariñando de una mujer no mucho mayor
que él a la que por nada del mundo dejaría en la estacada; llegaría hasta el
final para hacer justicia con ella, por ella.
Después
de varios intentos fallidos consiguiendo grabaciones con escenas tan calmadas
como faltas de cariño, llegó el día en que Ádam no pudo reprimir sus violentos
instintos y sin motivo alguno montó una escena digna de un verdadero sádico y
en la que por primera vez hirió, de levedad, eso sí, a una tan extrañada como
satisfecha Eva que alternaba la mirada entre su brazo lastimado y su cruel
pareja mientras pensaba en lo que estaba sucediendo al otro lado de la ventana.
—Límpiate
esa sangre, mujer, no vayas a ponerlo todo perdido. Yo me voy a tomar una copa
al bar, este ha sido un día muy duro.
—¡Ádam!
—¿Qué
quieres ahora, no me has tocado ya bastante los cojones por hoy?
—Será
solo un instante —dijo una sonriente Eva señalando con el brazo limpio al otro
lado del ventanal donde un dron se delataba en estado de grabación al mostrar una
diminuta e intermitente luz roja—, allí, ¡mira
allí!
***
Un
sueño inquieto hace que el varón se mueva de un lado a otro de su cama, como
convulsionando, entre un charco de sudor; está claro que está sufriendo una
pesadilla…
—Allí,
¡mira allí! —le indica en esa enésima visión onírica alguien que esconde su
cara, aunque él sabe a ciencia cierta de quién se trata.
Se
despierta de un salto que le coloca sentado en su cama. Con el mismo sudor de
siempre, con la misma sensación de ahogo, con la misma compasión para consigo
mismo. En la silla que hay junto a la cama de la modesta pensión en la que se
aloja desde que salió de prisión le espera el mismo uniforme de siempre con sus
datos grabados en la chapa identificativa: Reponedor - Ádam García…
(Continuará, o no…)
© Patxi Hinojosa Luján
(29/02/2016)
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