Sentada
en la vieja mecedora de caña y mimbre del balcón de su salón, que es el que cuenta
con la vista más privilegiada del apartamento, dejaba que la suave brisa de la
primavera le acariciara por igual rostro y cabellos, y ella se dejaba hacer.
Pero al contrario de lo que podría deducirse por su figura y postura, no prestaba
atención al libro abierto que descansaba en sus desnudos muslos, sino que su
mirada se perdía en lontananza, entre los verdores de aquellos montes tan
familiares y llenos de vida y color. El abandono que sufría aquel volumen no
era puntual, en los últimos fines de semana, que habían ofrecido un tiempo tan
apacible como acorde a la época, se había repetido la escena, por lo que nuestra
protagonista poco o nada sabía de los de la (des)cuidada novela. Y este no era
un domingo diferente a los anteriores.
En
la soledad de su estudio diríase que le preocupaba la inmediatez del comienzo
de una nueva semana laboral, que también. Pero no era eso lo que más y con
mayor intensidad perturbaba su paz interior, no. A dos meses vista del
matrimonio con el amor de su vida, su primer amor de juventud, algo no le
dejaba dormir ni le permitía relax alguno durante sus estados de vigilia
diurnos. Sabiendo que a su chico le hacía una ilusión enorme tener descendencia
lo antes posible, a ella le corroía una duda existencial, y no era la de si
llegaría a ser una buena madre, o por lo menos no solo eso. No sabía por qué
motivo, pero desde hacía unos meses, desde que proyectaran la boda, un temor se
había apoderado de su apacible, hasta entonces, vida: Su hijo, sus hijos… ¿llegarían
a ser unas personas de bien de las que estar orgullosos o se asemejarían a esos
chicos y chicas, perdidos y sin rumbo, que tanto proliferaban por los barrios
que se veía obligada a atravesar cada día tanto al ir como al volver de su
trabajo? No podría soportar —pensaba acongojada— que un hijo suyo pudiera
parecerse siquiera a uno cualquiera de aquellos indeseables elementos
callejeros.
El
lunes llegó con la misma inevitabilidad que hace que el Sol escudriñe cada
mañana el firmamento para comprobar si su amada Luna anduviera, rezagada,
todavía por allí; esperándole o no, ese sería otro tema… Y un día más, después
de regatear a tan desagradable chavalería, llegó a su oficina y se instaló en
su puesto. Era la hora, ya podían empezar a ametrallarle a llamadas telefónicas,
ella estaba preparada, llevaba puesto, como cada día, el chaleco antibalas de
su profesionalidad.
No
habían pasado ni cinco minutos cuando su jefe abrió la puerta de su despacho como
hacen algunos jefes muchas veces, sin llamar ni avisar, y se presentó junto a
un joven desconocido…
—Mary,
este es Fran, estará un mes con nosotros como becario para formarse en el
sector y quiero que lo haga contigo, lo dejo a tu cargo —y con la misma
educación con la que entró, salió y se fue.
—¡A
la orden, jefe, adiós! —soltó Mary cuando ya aquel no podía oírle.
—Pues…
hola Fran, me llamo Mary; bueno, eso ya lo sabes —dijo tendiendo una mano
temblorosa, extrañada por la novedad, pues su empresa no había tenido nunca
becarios, que ella supiera…
—Hola,
señora Mary —respondió el chico, asustado, con no menos temblor en la mano que
ofreció para corresponder al saludo de rigor.
—De
momento soy señorita, aunque me caso dentro de un par de meses —había terminado
de decir cuando estaba ya arrepintiéndose, a aquel joven no tenía por qué
importarle tales detalles.
Mary
calculó que Fran tendría cinco o seis años menos que ella. A los dos días de
estancia en la empresa ya había podido comprobar su actitud, y esta era de lo
más positiva. Estaba ávido de aprender todo lo antes posible. Además era
educado, trabajador, culto y con unos grandes ojos verdes que la hubieran
enamorado como una chiquilla si antes no lo hubiera hecho su pareja, que los
tenía igual de grandes y de verdes que él, si no más.
Pero
todo llega y todo pasa, por lo que tal y como vino a su vida, desapareció de
ella, sin previo aviso, dos días antes de cumplirse el mes indicado. No fue
hasta pasados unos días, con la vuelta a la normalidad de trabajar sola, cuando
cayó en un detalle que hasta entonces había estado eclipsado, por extraño que
pudiera parecer, por otros: Fran también era zurdo; ahora entendía el torpe
apretón de manos diestras del primer día entre dos personas que de siniestras
solo tenían el uso preferente de su mano izquierda, y el recuerdo de aquella
escena hizo que soltara unas carcajadas que se oyeron en el resto de la oficina,
para sorpresa de sus casi desconocidos compañeros y de su ausente, por frío,
jefe.
En
un momento de relax cayó en la cuenta de algo, supuso que tendría que
entregarle a su jefe el informe de la labor realizada por el becario Fran, con
los avances conseguidos a lo largo de las cuatro semanas.
—¿Informe,
becario, Fran… de qué cojones me está usted hablando, señorita Mary? ¡Vuelva a
su puesto y no me haga perder más el tiempo!
«Está
claro que necesita unas vacaciones con urgencia, menos mal que en nada las coge
en las fechas previas a su boda —murmuró el patrón cuando ya se había quedado a
solas con su mal humor».
Mary
levitó por el pasillo, no fue consciente de los pasos que iba dando hasta que llegó
a su despacho. De repente, todo cobraba sentido. Alguien había decidido que en
la partida de la vida ella pudiera jugar con ventaja, con un as en la manga. La
presencia de su misterioso becario había tenido como principal misión, ahora lo
veía claro, animarla en su intento de ser madre, puesto que creía haber tenido una
revelación, al observar esos dos detalles físicos con tan claras coincidencias,
de tal manera que si el destino les sonreía con la fortuna de tener al menos un
hijo, contarían con la seguridad de que ambos podrían estar bien orgullosos de
él, como de alguna manera ella lo había estado de Fran en el escaso tiempo que
habían compartido; eso estaba claro, pero… ¿quién era ese alguien?, ¿tenía alguna
importancia quién fuera?
***
La
primavera está llegando a su fin y el tiempo es magnífico. Mary disfruta unas
merecidas y necesarias vacaciones.
Pronto
será una mujer casada, pero aún hay muchos flecos que cerrar antes del día de
la boda, por lo que apura el tiempo al máximo; no le falta algún que otro
antojo y se las ingenia para sacar tiempo al tiempo y darse unos largos paseos
por calles y parques cercanos a su residencia. Está segura de que en algún
momento se cruzará con Fran, solo quiere darle las gracias, nada más. Ya no
repara en los jóvenes que tanto le desagradaban, no sabría decir si es porque
ya no están o porque los que ya no están son sus miedos.
En
su balcón, la mecedora se balancea por mor del suave aire que sopla estos días;
a falta de otro lector, parece que quisiera hacerle el honor a un libro al que
va pasándole las hojas una a una, sin prisa.
© Patxi Hinojosa Luján
(03/02/2016)
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