Como
cada día, pasaba por delante de la puerta del único café de su pequeña calle —travesía
para ser exactos— para, tras superar unos metros, volver sobre sus pasos y entrar
en él. Le encantaban los rituales desde que tenía uso de razón y no se escapaba
a ellos el hecho de que gustara de sentarse a la mesa libre que estuviera más
cerca de la entrada y allí disfrutar de una infusión, que procuraba ir variando
para no repetir sabor durante el mayor número de días posible. Se deleitaba
también admirando el familiar mobiliario, con sus estanterías repletas de
exóticos productos y una decoración… digamos un tanto personal; y solía dar un
paseo visual, cuando no más de uno, aunque siempre sin dejar de mirar por el
rabillo del ojo a la puerta de entrada. Todo ello con la esperanza de ver entrar
a ese alguien que parecía no recordar su cita con él.
***
Como
cada semana, pasaba por delante de la puerta del único café de su travesía para,
tras superar unos metros, volver sobre sus pasos y entrar en él. Mantenía
intactos todos sus rituales, tan intactos como se mantenían los detalles del
familiar café, a pesar de contar con unos nuevos propietarios que no quisieron
en su momento cambiar nada para mantener su personalidad y clientela habitual.
La menor elasticidad en su zona cervical le dificultaba las habituales
excursiones visuales de antaño, por lo que ahora se concentraba más en seguir
vigilando, con la misma constancia, aquella puerta por la que nunca acababa de entrar
ella, que seguía sin recordar su cita con él, lo que ya asumía con resignación.
***
Cada
dos o tres meses, cuando su estado de salud se lo permitía, se acercaba hasta
el único café de su travesía y entraba en él, ni su cuerpo ni su mente estaban
ya para rituales innecesarios —¿cómo era posible que hubiera sido tan
supersticioso de joven?— . Elegía una mesa alejada de la entrada, por aquello
de los aires y las corrientes, todos sabemos que no son nada buenos, y menos a
ciertas edades, y seguía con la atención puesta en la misma dirección de
siempre, la que daba a la calle. Pero nunca llegó a consumarse esa cita, empezaba
a asumir la idea de que quizá jamás se produciría. Para aquel entonces, ella ya
descansaba en el camposanto, donde no daban permisos de salida ni siquiera para
citas de ese tipo, pero eso él aún lo desconocía; más tarde ya ni lo recordaría.
***
Una
niña llamada Eva, que no llegará a los diez años de edad, está tomándose un
refresco en el café de su pequeña calle cuando repara en un anciano que
intenta, con dificultad, levantarse de la silla que ocupa ayudándose de un
gastado pero coqueto bastón de madera, todo él tallado a mano. Con dos rápidas
zancadas llega a su posición y se ofrece a ayudarle. Él acepta encantado la
ayuda y una catarata de emociones emborrona sus ojos sin poder ni querer
evitarlo. Eva, mientras avanza despacio sujetándole del brazo que no porta
bastón, se pregunta por qué nunca llegaron a cogerse así él y su abuela;
mientras avanzan juntos, ambos canturrean una canción, la misma canción...
Dicen
que la esperanza es lo último que se pierde, pero esta circunstancia acaba por
acontecer en demasiadas ocasiones. No pasa nada, aunque es importante no es vital.
Lo fundamental, siempre, es no caer en la desesperanza, ¡eso nunca!
Él
nunca lo hizo. Y algo de culpa tuvo aquella niña, hoy ya bella mujer.
***
Como
es natural, al final todo tiene una explicación lógica:
Desde
que se instaló en su portal, su vecina, esa que le tenía robado el sentido
desde que la viera por primera vez, empezó a socializar exteriorizando sus
costumbres —¿serían para ella también un ritual?—: se dejaba ver, canturreando su
canción favorita, por las escaleras, rellanos, portal y ascensor de la
comunidad con tanta frecuencia como con la que nos ametrallan con malas
noticias en los telediarios. Y siempre, siempre, acababa cruzando con él unas
miradas nada recatadas que no escondían deseo y pasión, pero tampoco pudor, todos
esos sentimientos coexistiendo en ellas, en todas ellas. Él pensó que todo ese
coqueteo constituía en sí mismo una cita tácita y, aunque sin concretar, fácil
de llevar a cabo dado lo reducido del entorno en el que se movían; ella siempre
deseó un paso decidido y convencional por parte de él, por lo que esperó y
esperó, en vano. A ambos les faltó la leña, o quizá la decisión y valentía para
usarla en el momento adecuado, para activar el fuego de esa pasión que les
devoraba por dentro y que nunca acabó de apagarse del todo, quedando sus rescoldos
para la eternidad.
***
Cuentan
en los mentideros del barrio que una hermosa y joven mujer trae de cabeza a todos
los varones de su portal, pero sobre todo a uno —el que le ha robado algo más
que el corazón— que no acaba de atreverse a cortejarla. Eva espera de momento,
aunque no lo hará por mucho tiempo, no tendrá tanta paciencia como tuvo su abuela
en su momento, y dará prioridad a sus sentimientos. Si él no actúa en breve, lo hará
ella, no propiciará más esperas en cafés de almas solitarias en cuerpos
solitarios, tomando infusiones en solitario. ¡Solo se muere una vez, pero se vive todos los días!
© Patxi Hinojosa Luján
(05/02/2016)
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