sábado, 28 de diciembre de 2013

EPÍLOGO


Se acercaba el mediodía, aunque el aire sólo tenía la luminosidad de un día de otoño algo entristecido. Una figura humana salió a la calle por la puerta de una oficina bancaria, su sucursal habitual. Se movía torpe y pausadamente, como si tuviera dudas, muchas, tantas como preguntas. Se paró de golpe. Volvió a mirar el documento en el que se reflejaban los últimos movimientos de su cuenta, que acababa de obtener de la impresora del despacho de Andrés, el director de la sucursal, quien le había citado mediante una llamada personal a su móvil el día anterior.
No era urgente, al menos no para el banco —le había dicho— aunque sí importante para él. «No siempre lo urgente es lo importante» le recordaba su —desde hacía ya algún tiempo— amigo Fito, el de los Fitipaldis, aunque lo cierto es que no sabía muy bien cómo aplicar la cita en ese momento. De todos modos, ese momento lúdico al relacionar los dos adjetivos no logró evitar el estado de máxima alerta en el que, obedeciendo a la lógica, se sumió.
Se esperaba lo peor, ¡cómo no!, las continuas referencias a la crisis mundial (y por ende local) tanto en prensa escrita y digital, como en radio y televisión, y sus múltiples consecuencias para el ciudadano de a pie, sobre todo las relacionadas con esas tan impopulares actuaciones bancarias, no le permitían pensar con nada de optimismo.
Pero no, no había nada de lo que asustarse en lo que oyó decir a Andrés, que en líneas generales era lo que se reflejaba en el impreso, más bien todo lo contrario...
Y entonces lo volvió a mirar, todavía incrédulo, y alzó los ojos al cielo, un cielo en el que las nubes se separaban unas de otras como si quisieran dejar paso a su mirada, una mirada que buscaba una respuesta, o que sólo quería dar las gracias a no sabía quién...
En ese mismo instante, al otro lado de la calle, otra figura tan humana como la anterior utilizaba el cristal del escaparate de un establecimiento con escasa iluminación como improvisado espejo, con lo que pudo ver reflejada en él toda la escena anterior, tan breve como intensa y emocionante para él; le fue imposible, o más bien no quiso, disimular una mueca de satisfacción* en su rostro en el instante mismo en que empezaba a alejarse de allí, con toda probabilidad para siempre... Iba tarareando The Captain and The Kid, de Elton John, que al cabo de un rato también sonó en su móvil, aunque no se inmutó y lo dejó seguir. Daba igual que cada nota de la canción le indicara la insistencia de su contacto, no pensaba responder, esta vez no.

*al más puro estilo de Anthony, el personaje de Chris Ludacris Bridges en Crash, justo en el momento de arrancar la furgoneta robada, previo a la colisión final

© Patxi Hinojosa Luján
(28/12/2013)

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