Cansado ya de todo y de todos, y dejando
de mala gana su copa de champán en la bandeja que portaba uno de los camareros
contratados para la ocasión, decidió escapar de una vez por todas de la soledad
de su chalet unifamiliar, abarrotado para la festiva ocasión de gentes con
glamour pero sin alma, con cerebro pero sin corazón. Se sentía solo, estaba
solo... Porque no hay persona más sola que aquella que está rodeada de seres
superficiales. Y no hay seres tan superficiales como aquellos que pueden llegar
a una teatral depresión si no les llega a tiempo el caro encargo de turno de su
joyería de confianza, esa que le desgasta semana sí y semana también su tarjeta
Visa Platinum, engordada con fondos conseguidos con poco esfuerzo y menos
decoro y decencia.
Había tomado una difícil decisión, y tenía
pensado camuflarla en el ámbito de una sesión de puentismo en la que él mismo
sabotearía el salto en el momento decisivo. Cuando le tocó el turno, durante los
preparativos y mientras le daba las últimas instrucciones y le ajustaba los aparejos,
el monitor observó, intrigado, cómo un brillo especial que no identificó como conocido
le retaba desde unos verdosos y vidriosos ojos. Estaba ya colocado de pie en la
baranda cuando ambos sintieron al unísono un estremecimiento y un sudor frío les
recorrió la columna de arriba abajo.
Pero desistió de soltarse los arneses en
el último instante como tenía previsto. El tren de la osadía, que no suele
visitarnos a menudo, esta vez pasó de largo, eso sí, rozándolo, sin que él
pudiera asirse a su último estribo, y lo perdió, quizá para siempre. Algún ser
todopoderoso acababa de dictar sentencia: no tenía derecho a quitarse la vida, por
lo que empezó a mentalizarse de que tendría que hacer frente a la miseria en que se
había convertido su maldita existencia sin ayudas, solo…
Sin la ayuda de la muerte, sin el
comodín del suicidio.
Caminó, cabizbajo al principio, orgulloso
después, en dirección a su casa. El subidón de adrenalina le había regalado una
sensación muy placentera y pareciera que iba levitando. Cuando llegó la
encontró vacía, y por primera vez en mucho tiempo no se encontró solo. Ahora le
acompañaba el pensamiento de un propósito a cumplir: convertir su existencia en
una Vida con mayúsculas.
Al día siguiente, la plantilla al
completo de una empresa de la localidad no terminaba de creerse lo que acababa
de oír. Se miraban unos a otros intentando encontrarle sentido al comunicado de
su jefe. En resumen, este les había subido el sueldo a todos un treinta y tres por
ciento desde ese mismo instante, y les concedía cinco días más de vacaciones
por año…
— ¡Venga, ahora todos a trabajar! —les solicitó
a todos que, gratísimamente sorprendidos, obedecieron al instante.
Al retirarse, y cuando ya no era visible
para sus empleados, sus verdosos ojos regaron sus mejillas con una salada y largamente
ausente lluvia de satisfacción.
Sonó su móvil:
—Recuerda que el sábado por la mañana
tienes cita para un salto —le recordó su interlocutor, que ya no tenía olvidado el
sudor frío que había sentido no hacía tantas horas.
—Descuida, allí estaré…
«Sin la ayuda de la
muerte, sin el comodín del suicidio».
Se alegró de no haber tenido a mano los
horarios de «los trenes de la vida»…
© Patxi Hinojosa Luján
(10/02/2015)
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