Aquella tarde, mientras regresaba a pie
del colegio, Efrén iba dibujando mentalmente su espectacular casa de tres plantas. Armando
y Bárbara, sus padres, habían comprado hacía un par de años una mansión enorme
justo al final de la calle principal del pueblo. Seguramente lo habrían hecho para
destacar de los demás, pero sin estar muy alejados del centro. En la planta baja
se ubicaban el enorme salón-comedor, la cocina y un par de baños completos. En el
primer piso, las habitaciones del matrimonio, la suya propia, amén de otro par
de ellas sin adjudicar, y un cuarto algo más pequeño que servía de oficina para
su padre. Y, por último, en el coqueto segundo nivel, abuhardillado, la
habitación de Diana, su hermana mayor, y una habitación para dejar los trastos.
Además, todas las habitaciones disponían de baño propio. Efrén pensó que les sobraba
demasiado espacio, y encima para mantener limpio todo aquello su familia tenía
que contratar a una persona dos o tres veces por semana; su inocente cerebro de
ocho años no lo acababa de entender, por lo que murmuró:
— ¡Estos mayores son tan raros!
Era viernes por la tarde. Hacía más de
una hora que Efrén estaba en casa y por fin podía disfrutar del tan ansiado fin
de semana al haber terminado ya los deberes que la «seño» le había puesto a su
clase. Pero ahora se aburría. No le apetecía jugar con la consola, tenía un
leve aunque molesto dolor de cabeza. Empezó a buscar algo con lo que distraerse,
o a alguien dispuesto a compartir su tiempo jugando con él… a lo que fuera.
Pero ni una cosa ni la otra, parecía que el mundo le tenía olvidado en esos
momentos. Pensó que su madre le habría dejado solo por unos instantes mientras
iba a comprar algo al supermercado de su misma calle, aunque sabía que no
tardaría. Su padre no había llegado aún del trabajo, como era viernes tendría
que dejar cerrados todos los temas importantes para así estar tranquilo hasta el
lunes. Y de su hermana, pues no tenía ni idea de dónde podría estar, poco o
nada sabía de su vida, salvo que tenía un novio que se llamaba Cristóbal.
Entonces, creyó oír un ruido que
provenía de las plantas superiores. En todo caso un ruido muy pequeño, pero
como no tenía otra cosa que hacer, ingenuo, decidió ir a curiosear. Subió un
piso y confirmó, al oírlo ahora con más volumen, que provenía de la buhardilla.
Y subió a ver. Estaba claro, ese ruido, que ahora identificaba como lamentos y
susurros, salía de la habitación de Diana. Giró la manilla de la puerta y, como
estaba abierta, entró. Su hermana dio un grito que retumbó en toda la casa e inmediatamente
después procedió a ponerse bien la blusa y la falda. Al saltar de su cama dirigiéndose
enfurecida hacia su hermano, este vio con asombro cómo en el espacio que ella había
dejado libre ahora se encontraba Cristóbal, su novio, con la cara totalmente
roja, intentando colocarse la ropa para ocultar sus partes desnudas. Mientras Efrén
corría escaleras abajo, perseguido por Diana, exclamó:
— ¡Estos mayores son tan raros!
Tres meses más tarde, los padres de
Diana invitaron a cenar a Cristóbal. Parecía que la ocasión era especial porque
pusieron la mantelería, vajilla y cubertería de las grandes ocasiones, pero nadie
sacaba ninguna conversación a escena y todos estaban serios, salvo Efrén que,
como siempre, estaba a lo suyo jugando a veces con los cubiertos y con la
comida. Todo se desarrollaba en un clima de tensa normalidad hasta que,
aprovechando que los anfitriones se acercaron a la cocina para traer un nuevo
plato, el pequeño de la casa se atrevió a interrogar al novio de Diana:
—Oye Cristóbal, ¿tú trabajas en un
circo? —preguntó de sopetón Efrén.
—No, ¿por qué lo preguntas? —respondió
sorprendido aquel.
—Porque mi papá dice siempre que eres un
payaso —soltó, inocente, Efrén.
Diana, avergonzada como nunca, no sabía
qué decir ni a dónde mirar. Cristóbal, pasados el rubor y la sorpresa
iniciales, esbozó una pícara sonrisa apenas visible, que mantuvo incluso cuando
Armando y Bárbara regresaron a la mesa con el segundo plato presto para
servirse, y que no abandonó hasta que el recatado beso que, a modo de
despedida, le regaló Diana al saberse observada, puso fin a la velada.
Dos meses después, tornándose los
papeles, Diana, con un precioso vestido de novia de color blanco diamante,
esperaba la llegada de su novio mitigando la impaciencia del sacerdote
ofreciéndole una absurda conversación. Cuando por fin apareció Cristóbal por la
puerta, un murmullo invadió todo el espacio de la iglesia, y no cesó ni cuando aquel
llegó a la altura de la novia, que estupefacta, lanzó un bufido de
disconformidad.
El sacerdote hizo un gesto a los
asistentes a la ceremonia para que cesara el runrún, lo que ocurrió al
instante. Efrén, desde su privilegiada posición en primera fila, no paraba de
alternar la mirada entre el abultado vientre de su hermana y el traje de novio
de su prometido por lo que, intrigado y confundido, gritó en la ahora ya silenciosa iglesia:
— ¡Estos mayores son tan raros!
Mientras, Cristóbal acarició el gran
botón de su colorido traje de payaso y se ajustó la peluca multicolor y la roja
nariz de goma…
© Patxi Hinojosa Luján
(06/02/2015)
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