Tenía un sentido del humor muy
particular, mordaz podría decirse, pero pocos se lo conocían. Es más, de
costumbre se la veía como una joven nerviosa, demasiado quizá. En todo caso,
aquella tarde se encontraba más inquieta e intranquila de lo que en ella era
habitual, de lo que sería de desear para cualquiera; y enseguida fue consciente
de ello. Caminaba sola por aquellas calles, que para ella no eran sino atajos
que conectaban su puesto de trabajo con su hogar, y viceversa, y que conocía
«al dedillo» de tanto transitarlos.
Había terminado su jornada
laboral, lo que cualquier otro día hubiera constituido un motivo de alegría y
plena satisfacción al empezar su tiempo de asueto, el único que podía disfrutar
con total libertad y no al dictado de la esclavitud laboral; pero en esta
ocasión, por contra, le había generado angustia, una especie de nudo en la garganta
que la mantenía alerta de todo y de todos, incluso de sí misma, hasta el punto
de que esta vez no anhelaba llegar lo antes posible a su casa, como ocurría
siempre; más bien al contrario, y por ello su ritmo al caminar era mucho menor
al de cualquier otro día. Sabía que el de hoy era un día especial, eso lo tenía
claro; pero es que además lo intuía con claridad, notaba esa sensación impregnando
el ambiente; estaba ahí… y no era como las que le acompañaban a diario, no;
hasta llegó un momento, mientras caminaba, en el que temió tener miedo. Pero,
¿de qué?, ¿por qué?
Según se acercaba al portal de su
vivienda su frecuencia cardíaca también se iba acercando al tope máximo permitido
por su sistema vascular, y sudaba cada vez más, hasta el punto de que cuando
entró en él — ¡¿por fin?!— su frente estaba ya como la de ese cirujano que
hubiera estado varias horas operando «a vida o muerte», pero eso sí, en este
caso sin la enfermera de turno para liberarle de esa molesta presencia líquida
y pegajosa de su frente y cara, por lo que no tuvo más remedio que hacerlo ella
misma, y no solo por lo molesto, que también, sino porque constató que estaba
poniendo perdido de saladas gotas su jersey, estrenado por casualidad ese mismo
día.
Había entrado el otoño y ya los
días se acortaban en demasía. De hecho, con aquel cielo nublado por completo ya
era noche cerrada y el intensísimo relámpago, seguido instantes después por su
inseparable y atronador acompañante, no hizo sino certificarlo puesto que dejó
a todo el barrio —como mínimo— sin energía eléctrica, y por lo tanto sin luz.
No quería pensar en ello, pero tendría que utilizar las escaleras a oscuras, hoy
que al estar tan cansada por el estrés que le producía el miedo que ya sentía con
claridad, había pensado que lo mejor sería utilizar ese ascensor que casi no
conocía porque lo utilizaba en escasas ocasiones intentando mantenerse algo en
forma.
Esos fantasmas que le rodeaban, que
le seguían y precedían cuando empezó a sumar peldaños, no hicieron más que
aumentar su problema, que ahora añadía una terrible sequedad en toda su cavidad
bucal. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para poder salivar algo y así poder
desprenderse, aunque solo fuera por un momento, de esa desagradable sensación
de ahogo. No había llegado todavía al primer piso, siempre a oscuras y
ayudándose por el pasamanos de madera que acompañaba a la escalera en
todo su trayecto, cuando reconoció que lo que sentía era no ya miedo, sino
pánico, aunque no sabía «todavía» por qué.
Y empezó a angustiarse. Algo no
iba bien en su mundo, pensaba que se desmoronaba por momentos, pero no tenía la
claridad ni física ni mental para discernir qué era, y así poder entenderlo. Y
esa taquicardia, que no le abandonaba…
El rellano del segundo piso la
recibió volviendo a imitar la figura de enfermera de sí misma mientras
eliminaba el para entonces gélido sudor de su frente, cara y cuello con unos
pañuelos de papel hechos ya jirones debido al exceso de humedad absorbida. Y
ella con la boca cada vez más seca y sin nada para beber en su pequeña mochila
para remediarlo. Tendría que esperar a llegar a casa para hacerlo; por un lado
no veía el momento de tan parsimonioso que era su avanzar, pero por otro ese
pánico irracional le aconsejaba no hacerlo, aunque… ¿qué otra cosa podía
hacer?, ¿qué se esperaba que hiciera?
Estaba llegando a su piso, el
tercero, cuando tomó la firme decisión de enfrentar fuera lo que fuese que le
esperara amenazante allá arriba, allí dentro, porque ahora estaba segura de que
así era. Se detuvo un instante en el último rellano antes de su puerta y
encendió el mechero de no fumadora que siempre solía llevar por si acaso; como
pudo, con letra de médico, escribió algo en una pequeña tarjeta que después
medio escondió entre los dedos y la palma de su mano izquierda y, decidida, se
dirigió con un último chispazo de valentía hacia la puerta de su piso y la
abrió.
Entró. Pese a la oscuridad,
enseguida sintió lo que mucho antes ya había presentido: allí había multitud de
seres escondidos, acechando, esperándole; no necesitaba utilizar el sentido de
la vista para percibir sus contenidas respiraciones intentando pasar
desapercibidas, sin conseguirlo…
Un agudo chasquido proveniente de
la caja de contadores de la electricidad precedió a la iluminación de la
estancia en que se encontraba, un instante antes de escucharse un atronador y
multitudinario:
¡¡¡SORPRESA!!! ¡¡¡FELICIDADES!!!
Y después el silencio, el vacío,
la nada…
Pocos días después, su mejor amiga
y compañera de piso, la joven alegre y extrovertida que le había organizado,
con la mejor intención del mundo por todo el cariño que le procesaba, una fiesta
sorpresa por su treinta cumpleaños, tan magnífica como merecida, con todos los
amigos y allegados que pudo contactar a sus espaldas en una ardua labor,
enterraba, más que esparcía, sus cenizas en un pequeño túmulo que improvisó en
la soledad de aquel rincón de la montaña que había sido la favorita de ambas, y
que tantas veces habían frecuentado, juntas, para compartir confidencias o por
el simple placer de meditar y disfrutar de la Naturaleza.
No hace falta decir que la fiesta
sorpresa lo fue, pero para todos aquellos amigos que vieron cómo esa persona
tan especial para todos, pero tan introvertida que le tenía pánico a las
reuniones multitudinarias, no pudo resistir el impacto de aquella visión tan
emocionante como estresante para ella, máxime llegando con el estado de angustia
y ansiedad que presentaba, y caía fulminada de un ataque cardíaco
mientras se aferraba a una pequeña tarjeta que asomaba entre los dedos de su
mano izquierda.
Una pequeña pirámide había sido
formada con unos paquetes de regalos que no llegaron a abrirse nunca…
Su amiga no pudo ya desprenderse
jamás del sentimiento de pena, pero sobre todo del de culpabilidad, por no
haber sido capaz de prevenir el fatal desenlace. No pudo antes, pero tampoco
supo después, entender hasta qué punto podrían llegar a afectarle situaciones
como aquella a esa persona tan sensible, aunque a la vez tan imaginativa y
sorprendente hasta el final, por lo que, como modesto y último homenaje, se
guardó como un tesoro la tarjeta manuscrita, e hizo grabar su contenido a fuego
en una pequeña cruz realizada con la dura madera del roble de un bosque
cercano. La clavó en el túmulo para que todo aquel que se aventurase a
visitarlo pudiera leer su socarrón epitafio:
«NO TENGÁIS PRISA, OS ESTARÉ
ESPERANDO»
© Patxi Hinojosa
Luján
(08/08/2015)
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