Estaba haciendo turismo en un
precioso pueblecito costero mediterráneo; ya me ardían las plantas de los pies
de tanto caminar cuando atisbé a menos de una manzana de casas de distancia lo
que parecía ser un café-bar al viejo estilo del «lejano oeste». Parecía estar construido y decorado con madera y…
¡más madera! De pronto mi cuerpo me recordó que estaba medio deshidratado y que
era necesario, más bien urgente, repostar de inmediato. Me dirigí de buena gana
hacia allí, hacia aquella copia de bar de película americana, copia que me iba
pareciendo más y más minuciosa según me iba acercando a ella. Iba dispuesto
a tomarme un combinado bien fresco de algo fuerte.
Cuando llegué a su puerta y pude
por fin observar cómo eran sus entrañas me quedé impactado: tanto su
arquitectura interior como su decoración eran precisas representaciones de los
ambientes mil y una veces disfrutados en aquellas películas; todo era precioso,
y desbordaba clase y estilo; hasta contaba el local con un escenario para
actuaciones musicales acondicionado a la perfección, tanto que pareciera fuera
a ser utilizado en breve debido al conjunto de instrumentos, focos y cables que
lo ocupaban casi por completo, dibujando una bella estampa modernista en aquel
estudiado desorden.
Pero la urgencia era la que era,
por lo que me fui directo a la barra a pedir una consumición; mi petición fue
más cobarde que mi intención inicial y me sorprendí pidiendo un botellín de
agua, eso sí, con gas… Con mi botellín en la mano, medio lleno debido al primer
trago que le di, me dispuse a dar una ojeada a la totalidad del recinto; y
mientras eso ocurría me iba pareciendo más… ¿cómo lo diría?, más hecho a mi
medida. Sí, ¡eso era!, si lo hubiera diseñado yo a mi gusto sería casi un clon
del mismo.
No había mucho personal en el
local en aquellos momentos, media mañana, pero me llamó la atención un señor
que, sentado en una mesa frente al escenario, justo en el centro, leía y
escribía alternando ambas ocupaciones de y en lo que parecía ser un antiguo ordenador portátil, aunque bien
cuidado. Pareció notar mi mirada en su nuca y se volvió hacia mí; me saludó con
cortesía con un gesto de cabeza y siguió a lo suyo.
El poco trabajo que tenía el camarero
en ese momento le permitió a este observar la escena anterior…
—Es el jefe, el dueño de todo
esto…
— ¡Perdón! ¿Qué dice? —añadí haciéndome
el distraído.
—Que aquel de allí es el jefe
—dijo señalando con discreción al caballero de la mesa centrada—, cada día pasa
unas cuantas horas aquí, en «su» mesa, leyendo y escribiendo hasta el momento
del ensayo de la banda o el solista de turno, ¡le apasiona!
— ¡Ah, gracias por la información!
—respondí aparentando indiferencia, aunque no había tal, al contrario…
Con disimulo, haciéndome el
despistado, me fui acercando a la mesa de aquel hombre. Había algo en él que me
resultaba familiar, y ello me intrigaba e inquietaba a partes iguales; no
estaba dispuesto a irme de allí sin saber qué y por qué era. A punto de llegar
a su mesa, se giró hacia mí y con otro gesto me invitó a compartirla con él. No
lo dudé y accedí gustoso. El jefe, un tipo de lo más normal al que me asemejaba
en aspecto físico, si no fuera por esa densa y larga perilla, enseguida empezó
un monólogo durante el que me confesó que alguna de sus pasiones eran la música
y los textos literarios, tanto ajenos como propios, y era por ello que mientras
esperaba a que sonara la música en directo, solía sumergirse en la red
literaria Veritalia en la que con cierta asiduidad leía relatos
y poemas ajenos a la par que compartía los suyos, como era el caso en esos
momentos. Se sinceró al contarme que aparte de haber tenido el privilegio de poder
leer algunos textos muy buenos, al final para él contaba casi tanto como ello
el hecho de haber entablado amistad con algunos miembros de la mencionada red,
profunda en algunos casos.
— ¡Ah! veo que ya salen los
músicos a ensayar —dijo mientras escribía un último par de frases antes de
plegar su pequeño ordenador.
Algo brilló en su pecho al
encenderse los focos del escenario pero, concentrado como estaba en toda
aquella escena, no le presté la debida atención.
Compartí con él la mesa, los
ensayos (un completo concierto de country
y blues en toda regla) y hasta la bebida, pues él también estaba
tomando, ¡qué casualidad!, un agua con gas. El tiempo pasó volando, sirva la
figura, y llegó el momento de partir, no quería que mi presencia se convirtiera
en molesta por prolongada ni abusar de su cortesía. Me despedí prometiéndole
una próxima visita, a lo que él respondió con una mueca que no supe interpretar
en aquel instante. Pagué las consumiciones y le dejé una generosa propina al
barman, al fin y al cabo se la había ganado, y salí del local necesitando
realizar un esfuerzo extra; era como si algo me lo quisiera impedir.
Llevaba recorridos escasos veinte
metros cuando de repente me sacudió un escalofrío. Vi con claridad, como ampliado
en un buen monitor, aquello que con tanta intensidad brilló en el pecho del
dueño del bar cuando se encendieron los focos del escenario: era el pin de plata del escudo
del Athletic con mis iniciales grabadas que mi chica me había regalado por —según
dijo ella— mis primeros cincuenta años de vida…
Me sobresalté al pensar en una
posible pérdida, aunque más por la posibilidad de que aconteciera cualquier
otra circunstancia extraña que se me escapaba…
Pero no había nada de lo que
alarmarse puesto que miré al instante y allí estaba, como siempre, en el ojal
del botón del bolsillo de mi camisa.
¿O sí…?
No pude sustraerme al impulso de
mirar hacia atrás y comprobé, con menos asombro del que sugeriría la lógica,
que allí donde antes había visitado y disfrutado el café-bar, contemplaba ahora
una especie de chiringuito de playa. Fue en ese preciso momento cuando en mi
rostro se alojó durante unos segundos la misma mueca que acababa de observar —ahora
plena de significado para mí—, justo hasta el momento en que, alejándome de
allí, decidí darme una segunda oportunidad.
© Patxi
Hinojosa Luján
(05/08/2015)
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