Este
viaje sin billete ni retorno, que es en esencia la totalidad de nuestra
experiencia vital, está formado por instantes, momentos que, enlazándose unos a
otros, cada uno a su o sus anteriores, intentan ajustarse a esa embaucadora e
imperfecta línea curva que vemos formarse (aunque ya perfilada de antemano
según podría indicar alguien), por la que avanzamos, sin pausa ni tregua alguna,
y que solemos intentar definir con ayudas ocasionales como la que nos ofrecen
las metáforas.
A
veces lo hacemos navegando. Qué más da si es en un modesto navío que con sus
velas desplegadas nos engaña haciéndonos creer que dominamos al mar de turno, ya
se presente manso o bravío; o si, por el contrario, lo es en un lujoso yate en cuya
visita y disfrute casi siempre apareceremos como meros invitados. En otras
ocasiones, sin abandonar el salitre del símil, puede que lo realicemos embutidos
en un traje de neopreno (que, según avanzan los tiempos, van modelando contra
todo deseo el avance de nuestra humanidad y aconsejan su pase en herencia anticipada
a generaciones posteriores, para desagravio de la estética) surfeando algunas olas
imposibles, lo que magnifica placeres y eleva los orgullos y egos de algún que
otro escaparate.
Es
justo aquí cuando deberíamos caer en la cuenta de algo que no es ninguna nimiedad:
cuando el navegar se torna en un sueño imposible o si el mar está reñido ese
día con los vientos necesarios para esos estéticos bailes, nunca debemos dejar
pasar la oportunidad de aprovechar los regalos que siempre, aunque nos
empeñemos en no verlos, estarán presentes, como la posibilidad de pasear
descalzos por una orilla marina, aunque solo sean sesenta minutillos. Eso nunca.
Otras
veces, las más, nos ajustamos al trazado como mejor podemos utilizando cualquier
otro medio, el que tenemos más a mano o el que manejamos con más soltura. La
lástima aquí es que en no pocos de esos momentos pecamos de conformistas y no
somos capaces de asimilar enseñanza ni disfrute alguno. Es en reflexiones como
la presente cuando recuerdo que siempre he pensado que en nuestra cultura, lo
mismo que nadie nos ha enseñado a morir, tampoco nadie ha hecho lo propio con
el arte de vivir.
Mirándolo
con perspectiva, imagino que todo ese conjunto de seres que conformamos los
humanos, improvisando cada momento y el mejor medio para sacarle partido, compone
el elenco perfecto para la película de la que el que todo lo ve, o debería ver acomodado
en su divinidad, contempla su ensayo, único, en riguroso directo. La duda que
me invade y preocupa ahora es si, mientras, comerá o no palomitas, por aquello
de la educación para con sus vecinos de butaca, que con seguridad tendrá.
También me asalta la duda sobre la supuesta calidad del guion del mencionado
filme, visto lo visto en nuestro planeta e incluso en su órbita. Bueno, que
conste que queda dicho así para evitar groserías impropias del texto que nos
ocupa.
***
Ante
todo lo expuesto con anterioridad, mi sombra, el reflejo de mi espejo y yo
mismo decidimos reunirnos hace un tiempo en asamblea extraordinaria llegando a tomar
la siguiente resolución: considerar como momento más importante a aprovechar este
que, acabando de llegar, ya pugna por abandonarnos exhibiendo su mejor regate.
Menos mal que llevo un tiempo estudiándolo y a veces ya, aunque solo a veces,
consigo evitarlo.
© Patxi Hinojosa Luján
(04/01/2016)
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