Su
prioridad era abstraerse de todo durante el tiempo que dedicaba a la labor que
le daba de comer en los últimos tiempos, y por ello optó desde un principio por
la planta superior, la abuhardillada; no tardó en constatar lo acertado de su decisión,
teniendo en cuenta el plus de concentración e inspiración que obtenía allí, y máxime
en ocasiones como la de esa noche, pues les visitaría la luna llena y la podría
observar en todo su esplendor a través de la gran claraboya debajo de la cual
había colocado su mesa de trabajo con precisión de ebanista.
Cuando,
contra todo pronóstico tanto suyo como de su editor, su primera novela se convirtió
en todo un éxito editorial sin precedentes, y ello le proporcionó unos jugosos
dividendos, abandonó el mísero trabajo que le privaba de gran parte de su
tiempo y le absorbía casi toda su energía vital junto con sus ilusiones, y se
animó a adquirir una casita en el claro de un bosque no muy apartado de su
ciudad, con lo que siempre que quisiera podría volver a ella para visitar su
antiguo universo y recordar sus orígenes al objeto de mantener los lazos de
unión con aquél. Aunque, a decir verdad, hacía ya tiempo que no conducía después
de desprenderse de su coche.
Aquella
madrugada sucumbió antes que de costumbre al hechizo de las andanzas oníricas, por
lo que el destino lo encontró dormido sobre su escritorio en una postura
imposible cuando el timbre de la vivienda sonó con la inoportunidad de lo
desfasado. Tal sobresalto provocó que impactara con una rodilla contra la mesa;
sin tener tiempo a que lo tardío de la hora empezara a destapar temores y
angustias, se oyó también un golpeo impaciente sobre la madera de la puerta que
—y él lo tuvo
claro ya desde el primer toque— no sonó como lo haría el de unos nudillos. Su sentido común
le estaba advirtiendo de lo inapropiado de atender tan intempestiva llamada cuando
él ya descendía cojeando por las escaleras dirigiéndose hacia la planta baja, desobedeciéndolo;
mientras, su natural nerviosismo mutaba hasta convertirse en miedo y llegó a la
entrada sin descartar llevarse un susto de importancia, como mal menor. Accionó
un interruptor para iluminar el espacio que le rodeaba y a continuación abrió
la puerta.
Allí
fuera, delante de él, no había nadie; mejor dicho, no había nadie vivo…
A menos
de un metro de distancia una especie de espectro cadavérico gigante le retaba
mirándole desde sus cuencas vacías, y mantuvo el desafío unos segundos que a él,
aterrado como estaba, le parecieron media vida. En una macabra escenificación, el
visitante movió la descarnada mandíbula inferior, que desafiaba a la ley de la
gravedad al mantenerse en su posición fuera de toda lógica, como queriendo
comunicarle algo; y él algo oyó, pero no lo hizo mediante su oído sino que las
palabras le sonaron nítidas en su cabeza como en una suerte de perfecta
comunicación telepática.
Paralizado,
cerró dando un portazo y enseguida interiorizó que le iba a costar encontrar
las fuerzas necesarias para girarse y huir de allí porque además le dolía mucho
la pierna. En ese momento fue como si la puerta de entrada se hubiera vuelto
transparente al enlazarse unos cuantos relámpagos que quisieron participar en
la inquietante escena, y entonces lo volvió a ver, amenazante, apuntando con un
dedo índice en su dirección. Aquello desencadenó un acceso de ansiedad que
sería incapaz de frenar.
Como
pudo, en pleno ataque de pánico, se arrastró hasta la escalera y la subió haciendo
caso omiso al dolor. Se dirigió a su rincón de escritor y se dejó caer en el
confortable sillón. Fue en el instante en que cerró los ojos cuando se percató
de algo y entendió lo inexplicable… Entonces abrió un archivador que tenía a su
derecha buscando algo que encontró enseguida; leyó con avidez el recorte de
prensa que databa de un año atrás como si fuera la primera vez que lo hacía:
«Conocido jugador de baloncesto fallece
atropellado cuando circulaba en bicicleta; el conductor causante del accidente
se da a la fuga sin auxiliar a la víctima y es buscado como presunto autor de
un homicidio involuntario. Se solicita la colaboración de posibles testigos
presenciales…»
—¡No, no puede ser, no es posible! —gritó, y su
lamento se ahogó en el estruendo provocado por unos cristales rotos.
Tuvo el tiempo justo de poder ver de nuevo a
aquella criatura, que se abalanzó sobre él atravesando el hueco de la claraboya
mientras volvía a apuntar su dedo índice contra él, contra el responsable de su
muerte.
Al final tuvo suerte, su corazón se paró en el
instante anterior a que unos huesos afilados lo atravesaran en un claro acto de
venganza cósmica.
Sobre la mesa, salpicada con gotas de una sangre
espesa de remordimiento, la pantalla del ajado portátil mostraba un cursor parpadeando
tras frases huérfanas para siempre de lectores. Unos apéndices óseos se animaron
a continuar el texto allí donde se había quedado interrumpido, mas enseguida
desistieron, eso no fue nunca lo suyo; cerraron el aparato y, sin apagarlo, lo
lanzaron al trozo de cielo visible a través de la abertura; fue una canasta
fácil. El cielo captó el mensaje y continuó la partida: un rayo lo desintegró evitando
que pudiera llegar a manos de nadie.
Sí, al final tuvo suerte, mucha...
© Patxi Hinojosa Luján
(15/11/2016)
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