No
había tenido un buen día, ni mucho menos, era algo evidente con sólo contemplar
sus ojeras con esas bolsas tan antiestéticas. Durante la jornada laboral no
tuvo ocasión de tomarse la tensión, ni siquiera pudo planteárselo; mas, si lo hubiera
hecho, a buen seguro que habría podido constatar que la tenía disparada.
Mientras
subía a su casa en su ascensor desde la planta de su garaje donde había dejado
aparcado su todoterreno con conexión a internet, no podía dejar de pensar en
que su correo electrónico no había dado tregua alguna durante las más de nueve
horas que estuvo vomitando mensajes con textos que no eran sino la redacción de
problemas que iban retorciéndose en complejidad según avanzaban los minutos. Parecía
que también la alta frecuencia de llegada obedeciera a un plan preestablecido,
a una perversa maquinación cuya única finalidad fuera hacerle perder el control
que siempre había tenido sobre su trabajo y su tiempo. Maldijo la tecnología a
modo de desahogo y sus gritos los engulló el silencio que, desde hacía ya unos
años, presidía su siempre vacío hogar.
No
le gustó lo que vio en el espejo del cuarto de baño de su alcoba, esas sombras
que le habían añadido diez años en medio día en un regalo envenenado.
Se
fue directo a la cama, no sin antes tomar un trago del agua que tenía en su
mesilla, no tenía el cuerpo para mucho más. «Mañana será otro día» —pensó— y se deslizó en aquélla intentando dormirse lo antes
posible, aunque sólo consiguió sumergirse en un duermevela que le estuvo
recordando las miserias de la jornada durante todas las horas en que lo habitó.
Sonó
el despertador informando de la llegada de un nuevo día, y lo hizo con un estruendo
que le resultó extrañó y que fue aún más evidente por la ligereza de su
dormitar. Algo no cuadraba allí; al intentar acallar al ruidoso aparato, se alarmó
al no encontrar su teléfono móvil: en su lugar halló un reloj despertador
analógico, de los de antes, que no paraba de martillear sus dos campanitas
superiores, alternándolas. Entonces, a un certero toque de su mano cesó
semejante contaminación acústica y se quedó envuelto en su familiar silencio.
Acudió
al baño al que entró sin encender la luz, tan sólo deseaba refrescarse una cara
que notaba perlada de gotas de sudor frío. Lo hizo sin prisas y se secó después
con igual parsimonia.
—Hijo, date prisa si quieres no perder el autobús. Ya te he preparado el
almuerzo, tu bocadillo favorito —la voz se oyó cercana y familiar, cargada de cariño.
Volvió
a entrar al baño accionando ahora el interruptor, buscando su imagen en aquel espejo
que antes solo intuyó; ya sabía la que éste le devolvería. No se extrañó de no
ver bolsas ni ojeras en sus ojos, ni canas entre sus ahora poblados cabellos,
ni a algunos de sus años, no; hacía sólo unos segundos se había recordado con
toda claridad la noche anterior, sentado al borde de su cama, con un reloj
despertador en sus manos mientras, con ahínco, le daba cuerda…
© Patxi Hinojosa Luján
(22/11/2016)
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