Sacó
de su cartera un folio doblado que desplegó con mimo; volvió a mirar lo que en
él estaba garabateado y marcó, antes de que pudiera arrepentirse, ese número que se sabía de
memoria. Al instante oyó los sonidos que confirmaban que había línea disponible:
uno, dos, tres, cuatro, cin…
—Sí, ¿quién es? —después del quinto tono, que
sonó interrumpido, un par de respiraciones poco disimuladas dieron paso a una voz
grave y recelosa que le permitió al momento imaginar a un señor entrado en
recuerdos, y ello no hizo sino aumentar un nerviosismo que llevaba horas
hostigándolo.
—Perdone que le moleste, ¿vive ahí Diana...?, no
recuerdo ahora su apellido —soltó, temiendo la respuesta, fuera cual fuera el
sentido de esta.
—Diana es mi nieta, esta es su casa pero ella no
está, ha salido a hacerme unos encargos, ¿sabe usted? —Reveló el abuelo con una
voz que ya se estaba desprendiendo de cualquier indicio de desconfianza, esta
vez no eran los pesados que siempre le intentaban engañar con ventas
fraudulentas—. No creo que tarde ya, ¿quiere que le deje algún recado?
Después de unos segundos que al él le parecieron
horas, lo mismo que a su interlocutor, carraspeó para contestar:
—Ha sido muy amable, pero no se moleste, volveré
a llamar en otro momento. Gracias por todo —añadió pensando, equivocado, que
ahí acababa la conversación.
—¿Usted es el que le ha llamado otras veces,
verdad? —oyó como un susurro cuando ya se disponía a cortar la llamada; volvió
a acercar el aparato a su oído.
—No, no. Yo…, es la primera vez que llamo
—respondió sin mostrar convicción. Una inquietante curiosidad retornó a su ser en
aquellos momentos esperando que el anciano compartiera parte de su tiempo, del
que con toda seguridad le sobraría mucho, comentando algo más sobre aquellas
llamadas.
—Discúlpeme, pensé que tal vez… —dejó terminar la
frase en su mente, aunque ello no impidió que se oyera completa al otro lado de
la línea.
Le costó romper el silencio inquieto que, teñido
de provisionalidad, se instaló en la conversación durante unos segundos; mas no
podía mantenerlo, no si quería avanzar en su propósito una vez que pudo
esquivar su pánico con un dribling
que lo dejó atrás aunque sin lograr hacerlo desaparecer, y lo hizo sin meditar
en las posibles consecuencias…
—Dígame, ¿a qué se refiere con lo de «otras
veces»?, ¿ha tenido su nieta alguna llamada que se pudiera calificar de
especial? —preguntó apostando fuerte al intuir que ese era el momento oportuno
para hacerlo.
—Pues sí, me dijo que la semana pasada llamaron
dos veces pero que no respondieron, aunque se notaba que había alguien al otro
lado… —calló de golpe dejando oír sus dudas, sus sospechas, una vez más.
«Así que era eso, al final llegué a marcar ese
número un par de veces aunque me quedara en silencio después de que descolgara —se
dijo al confirmar su presentimiento—, ¡maldito ron, no debí probarlo aquellos
días!, me dio la valentía justa para dar el primer paso y al instante se esfumó
abandonándome antes de que pudiera abrir mi corazón».
Aparcó los anteriores pensamientos y, tratando de
desviar el rumbo de la conversación, aumentó el riesgo una muesca más al
atreverse a preguntar:
—Su nieta, Diana, ¿se dedica por casualidad a la
publicidad? —No se reconocía, nunca hubiera pensado ser tan osado; esperó oír cualquier
cosa: una respuesta, también un reproche.
—No, no, ¡qué va! ¡Gracias a Dios!, a mí eso me
hubiera disgustado, no me hacen ninguna gracia los anuncios, no me gustan en
absoluto —confesó añadiendo un suspiro de alivio.
—¡Vaya!, yo pensaba que sí —indicó, decepcionado,
rechazando la idea de contestar a su comentario; él opinaba que la publicidad
es algo más, que posee muchos más matices—. Quizá me haya equivocado —pensó,
con la pena ganándole la partida a la decepción.
—Joven, mi instinto es sabio, aunque lo sea solo por
viejo, y me dice que no, que no se ha equivocado; puede que de profesión sí, pero
no de persona, no me pregunte por qué, no sabría contestar…
Un nuevo silencio, ahora más nervioso, mucho más incómodo,
se apoderó de la situación hasta que fue roto por un ruido de llaves y cerraduras.
—Mire, acaba de llegar a casa Diana; espere, se
la paso…
La imaginó con más intensidad si cabe que las
anteriores veces. Oyó cómo su abuelo le plantaba un sonoro beso —en la frente,
supuso— y le pasaba el teléfono: «Es para ti, niña, un chico muy agradable».
—Sí, ¡¿dígame?! —no podía verla, pero seguía
imaginándola con la misma intensidad, y esa era la voz que llevaba tanto tiempo
queriendo volver a oír. Solo entonces recordó, con su mejor sonrisa
delineándole la expresión, la tarde en que fue a ver aquella película y la
pantalla del cine le mostró, encuadrándola y acercándola con un elegante
movimiento de zoom que se escoraba hacia un costado, una agenda abierta por la
página correspondiente a la letra «D» con aquel dedo señalando su número…
© Patxi Hinojosa Luján
(02/04/2017)
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