Un
día más sales a pasear, a que te dé el aire —según me matizas, cabizbajo—, y lo haces como excusándote. Sé que
vas en busca de algo que no acabas de encontrar en casa desde aquel traumático episodio;
no te culpo. Tengo muy claro que lo echas en falta, que sabes que antes tú disfrutabas
ese algo más que completaba tu vida, pero que también amargaba la mía. Yo, por
mi parte, aunque lo he intentado hasta donde permite mi orgullo, no he conseguido
dar con la tecla que activara aquella luz que se apagó en ti en aquel instante.
Pero no estoy dispuesta a contarte la verdad, al menos no toda; sé que no es
justo, pero no soy perfecta.
Ahora
vivo en paz, y creo que merezco la recompensa que ha supuesto para mí la
situación actual, máxime teniendo en cuenta todos mis desvelos y atenciones
tras el disgusto del ictus que nos aquejó.
¡Está
bien!... Acepto matizar que el que lo sufrió fuiste tú, pero no puedes negarme
que yo lo hice contigo cada minuto hasta que la recuperación física llegó a
alcanzar el nivel que se nos había pronosticado y yo pude comprobar que, en
efecto, mis súplicas habían sido atendidas.
Desde
hace semanas, y cada vez que te ausentas, me suelo parapetar entre los visillos
de esa ventana por la que se ve la vida ir y venir. Lo hago a la hora en que
sueles regresar cada día de tu paseo, siempre temiendo encontrar un cambio en
tu semblante, un cambio que no soportaría y que —lo tengo decidido— no compartiría contigo.
***
Y,
como cabía la posibilidad, al final ha ocurrido. A pesar de verte a lo lejos, constato
que has conseguido recordar, o quizá lo hayas encontrado por azar; yo hoy sigo
sin entender cómo aquel pub las ponía a todas horas… Te confesaré —ahora ya no tiene sentido ocultarlo— que yo no las soportaba…
Cojo,
con un punto de ansiedad, la maleta y la mochila que contienen mi particular kit
de supervivencia y que llevan tiempo preparadas en el altillo del armario. Lo
tengo todo calculado: tu estado de salud te obliga a usar siempre el ascensor y
he previsto estar bajando por las escaleras para cuando tú subas por él. Antes
de abandonar nuestra vivienda, extraigo la nota manuscrita que ha permanecido escondida
junto a aquellas y la dejo bien visible en la mesa de la cocina:
«[…] Tienes
que saberlo: No soportaba las canciones que
componías y que, al no barajar la posibilidad de que me desagradaran, me
cantabas a todas horas. No tengo duda alguna de que hoy a ti te habrán sonado a
música celestial [...]»
© Patxi Hinojosa Luján
(21/03/2017)
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