sábado, 26 de agosto de 2017

La delgada línea


Recupero la consciencia, parece ser que he estado dormida un buen rato.
Inspecciono lo que abarca mi nublada mirada y constato que me encuentro sola en mitad de una estancia en la que la penumbra no consigue disimular la blancura de paredes y techo. Intento recordar todo lo que aconteció antes de sumirme en el letargo que me ha privado de un tiempo indeterminado de realidad y lo hago poco a poco, como a plazos pagados con dificultad.
Enseguida deduzco que la operación ha debido de salir bien porque no hay señales de cuidados intensivos, ni tan siquiera especiales, y no ha quedado nadie para poner en mi conocimiento indicación alguna. Intento incorporarme a cámara lenta, pero a mitad de maniobra echo en falta un extra de energía y me dejo caer. «Tú sabes hacerlo mejor» —me digo— y lo vuelvo a intentar, esta vez con éxito.
Una vez erguida, abandono el sillón —que no es tan incómodo como dicen por aquí— y salgo de la estancia por las puertas abatibles que me recuerdan que mi trabajo en el quirófano acabó hace rato. Decido, aunque no me creo en absoluto, que no volveré a aceptar nunca más el doblar guardias, cada vez me cuesta más librarme del sopor que aparece con el cansancio y me invita, en un ejercicio de sutil seducción, a traspasar la delgada línea, la que separa la vigilia del sueño más profundo.
Recuerdo algo y río con ganas: Alguien nos definió una vez a los anestesistas como «gente medio dormida atendiendo a gente medio despierta»; y no le faltaba razón…

© Patxi Hinojosa Luján
(26/08/2017)

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