Recupero la consciencia, parece ser que he estado
dormida un buen rato.
Inspecciono lo que abarca mi nublada
mirada y constato que me encuentro sola en mitad de una estancia en la que la
penumbra no consigue disimular la blancura de paredes y techo. Intento recordar
todo lo que aconteció antes de sumirme en el letargo que me ha privado de un
tiempo indeterminado de realidad y lo hago poco a poco, como a plazos pagados
con dificultad.
Enseguida deduzco que la
operación ha debido de salir bien porque no hay señales de cuidados intensivos,
ni tan siquiera especiales, y no ha quedado nadie para poner en mi conocimiento
indicación alguna. Intento incorporarme a cámara lenta, pero a mitad de
maniobra echo en falta un extra de energía y me dejo caer. «Tú sabes hacerlo
mejor» —me digo— y lo vuelvo a intentar, esta vez con éxito.
Una vez erguida, abandono el
sillón —que no es tan incómodo como dicen por aquí— y salgo de la estancia por
las puertas abatibles que me recuerdan que mi trabajo en el quirófano acabó
hace rato. Decido, aunque no me creo en absoluto, que no volveré a aceptar
nunca más el doblar guardias, cada vez me cuesta más librarme del sopor que
aparece con el cansancio y me invita, en un ejercicio de sutil seducción, a
traspasar la delgada línea, la que separa la vigilia del sueño más profundo.
Recuerdo algo y río con ganas: Alguien
nos definió una vez a los anestesistas como «gente medio dormida atendiendo a
gente medio despierta»; y no le faltaba razón…
© Patxi Hinojosa Luján
(26/08/2017)
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