El niño salió al exterior, buscaba a su
madre para compartir con ella un secreto. Cuando por fin la localizó, le soltó
de repente:
—Mamá, he visto magia.
—Pero, ¿cómo es eso?
—Sí mamá, he visto magia cuando estaba
dormido.
—Y, ¿te ha gustado? —dijo la madre con
la mente puesta en otras prioridades.
—Sí, mucho… ¿quieres que te lo cuente?
—¿Qué? ¡Ah, sí, por supuesto cariño!
El niño reflexionó un instante y comentó:
—En realidad son dos las magias que he
visto, mami…
—¿Dos? —Apuntó su madre, ahora ya con
más atención.
—Sí dos. Las dos las hizo una misma
persona, diferente a nosotros, en lo que puede que fuera su casa, no sé…
—Continúa, hijo.
—La primera era que podía convertir la
noche en día y el día en noche con solo tocar la pared —la madre guardaba silencio…
—Pero la segunda magia era mucho mejor,
como un milagro: tocaba o movía algo que sobresalía de otra pared y por allí
salía… ¡agua!, mucha agua, «toda» la que quisiera hasta que volvía a tocar o
mover aquello y ya dejaba de salir. Esa agua estaba muy limpia, transparente
del todo, y servía para beber, cocinar, lavarse, lavar las ropas y también
limpiar cualquier otra cosa —dijo sin ocultar su gran entusiasmo.
La madre miró con detenimiento a su
hijo, para pasar después a echarse una ojeada a sí misma. Pensó que un poco de aquella
agua, tan abundante y tan limpia en la visión de la que hablaba su hijo, no les
vendría nada mal, no…
Se
agachó lo suficiente para poder besar a su hijo, primero en la frente y después
en las mejillas; lo abrazó con ternura y cariño, pero también con toda la
fuerza que pudo reunir desde todas las desnutridas células de su cuerpo hasta
poder erguirse con él en sus brazos para, con un gesto de resignación, entrar
en la modesta choza de paja y barro que compartían ellos dos solos desde que
aquella bestia peluda se «llevó» al que compartía sus vidas como compañero y padre.
Una semana después, más o menos, y sin
previo aviso, un convoy de la Cruz Roja Internacional pasó casualmente por su
poblado, lo que permitió al niño comprobar y confirmar, perplejo, que esa magia
sí existía y que además con ella sería más fácil esquivar su «negro porvenir».
A partir de esa experiencia, y a pesar
de su corta edad, el chico se planteó un único objetivo en la vida: hacerle un
regalo a su queridísima mamá. Lo que ignoraba en aquel momento era cuándo, cómo
y a qué precio lo conseguiría.
No cejó en su empeño y cuando por fin logró
su objetivo, el otrora cabello negro azabache de su madre ya se había cubierto
de nieve coronando un rostro con algunas arrugas pero henchido de satisfacción
y orgullo.
Mientras se aproximaba el reencuentro empezó
a pensar en cuál sería el «envoltorio» adecuado para esa «Magia Blanca».
Patxi Hinojosa Luján
(27/03/2014)
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