sábado, 15 de marzo de 2014

MI NUEVA VIDA

       Estaba de visita en un precioso pueblecito costero y ya me ardían las plantas de los pies de tanto caminar cuando atisbé a menos de media manzana de casas de distancia lo que parecía ser un café-bar al viejo estilo del far west, hecho y decorado con madera y… ¡más madera! De pronto mi cuerpo me recordó que estaba medio deshidratado y que era necesario, más bien urgente, repostar de inmediato. Me dirigí de buena gana y dispuesto a tomarme un «pelotazo» hacia aquella copia de bar de película americana, copia que me iba pareciendo más  y más minuciosa según me iba acercando a ella. Aunque cuando llegué a su puerta y pude por fin observar cómo eran sus entrañas me quedé maravillado, tanto su arquitectura interior como su decoración eran (siempre según mi criterio, ¡claro!) preciosas; desbordaban clase y estilo, y hasta contaba con un escenario para actuaciones musicales perfectamente acondicionado que pareciera fuera a ser utilizado en breve debido al conjunto de instrumentos, focos y cables que lo ocupaban casi al completo.

       Pero la urgencia era la que era, por lo que me fui directo a la barra a pedir una consumición; mi petición fue más cobarde que mi intención inicial y me sorprendí pidiendo un botellín de agua, eso sí, con gas… Con mi botellín en la mano me dispuse a dar una ojeada a la totalidad del recinto y mientras eso ocurría me iba pareciendo más… ¿cómo lo diría?, más hecho a mi medida. Sí, ¡eso era!, si lo hubiera diseñado yo a mi gusto sería prácticamente igual.

       No había mucho personal en el local en aquellos momentos, media mañana, pero me llamó la atención un señor que, sentado en una mesa frente al escenario, justo en el centro, leía y escribía alternativamente de y en lo que parecía ser un netbook, antiguo pero bien cuidado. Pareció notar mi mirada en su nuca y se volvió hacia mí; me saludó cortésmente con un gesto de cabeza y siguió a lo suyo.

       El poco trabajo que tenía el barman en ese momento le permitió a este observar la escena anterior…

       —Es el jefe, el dueño de todo esto…
       —¡Perdón! ¿Qué dice? —añadí distraído
       —Que aquel de allí es el jefe… cada día pasa unas cuantas horas aquí, en «su» mesa, leyendo y escribiendo hasta el momento del ensayo de la banda o el solista de turno, ¡le encanta!

       —¡Ah, gracias por la información! —dije aparentando indiferencia, aunque no había tal, al contrario…

       Con disimulo, haciéndome el despistado, me fui acercando a la mesa de aquel hombre. Había algo en él que me resultaba familiar, y ello me intrigaba e inquietaba a partes iguales; no estaba dispuesto a irme de allí sin saber qué y por qué era. A punto de llegar a su mesa, se giro hacia mí y con otro gesto me invitó a compartirla con él. No lo dudé y accedí gustoso. El jefe, un tipo de lo más normal al que me asemejaba en aspecto físico, si no fuera por esa densa y larga «perilla», enseguida empezó un monólogo durante el que me confesó que alguna de sus pasiones eran la música y los textos literarios, tanto ajenos como propios, y era por ello que mientras esperaba a que sonara la música en directo, solía sumergirse en la red literaria Veritalia en la que leía y escribía alternativamente y a discreción, como era el caso en esos momentos. Se sinceró al contarme que aparte de haber podido leer algunos textos muy buenos, al final para él contaba casi tanto como ello el hecho de haber entablado amistad con algunos miembros de la mencionada red, profunda en algunos casos.

       —¡Ah! veo que ya salen los músicos a ensayar —dijo mientras escribía un último par de frases antes de plegar el netbook.

       Algo brilló en su pecho al encenderse los focos del escenario pero, concentrado como estaba en toda aquella escena y situación, no le presté la debida atención.

       Compartí con él la mesa, los ensayos (un completo concierto de blues en toda regla) y hasta la bebida, pues casualmente él también se estaba tomando un agua con gas. El tiempo pasó volando, literalmente, y llegó el momento de partir, no quería que mi presencia se convirtiera en molesta por prolongada ni abusar de su cortesía. Me despedí prometiéndole una próxima visita, a lo que él respondió con una mueca que no supe interpretar en aquel instante. Pagué las consumiciones y le dejé una generosa propina al barman, al fin y al cabo se la había ganado, y salí del local con un esfuerzo extra, porque era como si algo me lo quisiera impedir.

       Llevaba recorridos escasos veinte metros cuando de repente me sacudió un escalofrío. Vi claramente, como ampliado en un buen monitor, aquello que tanto brilló en el pecho del dueño del bar cuando se encendieron los focos del escenario: era el pin de plata del escudo del Athletic con mis iniciales grabadas que mi chica me había regalado por (según dijo ella) mis primeros cincuenta años de vida…

       Me sobresalté al pensar en una posible pérdida, o cualquier otra circunstancia extraña que se me escapaba, pero no había nada de lo que alarmarse puesto que miré y allí estaba, como siempre, en el ojal del botón del bolsillo de mi camisa.

       No pude sustraerme al impulso de mirar hacia atrás y comprobé, con menos asombro del que sugeriría la lógica, que allí donde antes había visitado y disfrutado el café-bar contemplaba ahora una especie de chiringuito de playa. Fue en ese preciso momento cuando en mi rostro se alojó aquella mueca durante unos segundos, justo hasta el momento en que, alejándome de allí, decidí continuar con mi nueva vida.

Patxi Hinojosa Luján

(15/03/2014)

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