Sentada
en torno a una mesa, una familia se dispone a compartir unos platos y, sobre
todo, a disfrutar de la compañía de sus allegados, que lo valoran como un
regalo divino. Celebran que pueden celebrarlo. En los últimos tiempos han
tenido pocas ocasiones de festejar algo tan importante. En el jardín donde está
ubicada aquélla se respira una atmósfera tranquila, sosegada, que coquetea con
el silencio… y con la tristeza.
La
pareja de más edad, padres de uno de los comensales, intenta esconder sus miradas
acuosas cada vez que la dirigen a alguien y la imagen es emborronada por
cataratas, de los dos tipos, de tanto penar. Unas finas agujas —aunque éstas,
producto de la angustia, sin veneno adicional— invaden, en equivocada acupuntura,
sus cansados corazones que laten despacio, bajito, para así no importunarlas y
que no se claven más… profundo. Esto hace que incluso suspirar se convierta en
una peligrosa maniobra, a pesar de lo necesario que les sería. En todo caso, han
aprendido a soportarlo, aunque no sean capaces de simultanearlo con ni siquiera
esbozos de sonrisa.
Con
frecuencia fijan su atención en él, casi siempre de reojo. Se refugian en el
recuerdo de cuando aún no había descendido a los infiernos, pero también en el
deseo de que pueda al fin salir de él limpio para siempre… su hijo, su querido
hijo. Saben que si lo consigue, si lo consiguen, no será sin pagar un alto
precio, a añadir a lo mucho que llevan gastado hasta el momento en el plano
emocional, salido de ese fondo que tanto les cuesta aprovisionar.
Él
aparenta normalidad, pero su expresión ya ha perdido para siempre el resplandor
que poseía cuando, siendo un joven y prometedor músico, quiso comerse el mundo
y fue el mundo el que se lo merendó a él junto a casi todas sus ilusiones.
Sus
padres saben que estos momentos son prestados, más bien un regalo de no saben
quién, y se empapan de ellos hasta embriagarse de una efímera felicidad
mientras tararean para sus adentros la nueva canción de su hijo, que una vez
más temen que pudiera ser la última…
***
El
espectador furtivo que observa y analiza tan emotiva reunión familiar y que ha escrito
estas líneas que acabo de haceros llegar, decide que ya es momento de abandonar
el espionaje…
—Tienes
pañuelos de papel en la guantera —se dice a sí mismo cuando, caminando hacia el
coche, se frota los ojos intentando recuperar algo de claridad en su visión.
Él
también conoce la nueva canción de nuestro protagonista, como tantos otros.
Mientras conduce, la canta a pleno pulmón, nadie podrá oír un posible gallo. Él
si puede sonreír, y no lo evita…
© Patxi Hinojosa Luján
(28/04/2016)
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