Acabamos
de entrar en una nueva estación, esa que se desprende de caprichosas lágrimas en
forma de hoja para conformar senderos resbaladizos; Juliette se ha levantado
animada, exultante, es el primer sábado otoñal y siente rebosar una energía de
la que no tardará mucho en conocer su origen. Tararea mientras desayuna, canta
en la ducha y baila cuando la humedad ambiental le permite terminar de secarse
y vestirse. Reflexiona un instante y se confiesa a sí misma que le gustaría no
despojarse nunca de tan agradable sensación.
Jocelyne
está, junto con sus compañeros del coro, interpretando una canción ligera
popular, pero está intranquila, desazonada; su mente viaja a mundos que le son
ajenos y extraños y en los que no logra ubicarse. Para cuando una leve náusea
se ahoga antes de llegar a su garganta, hace tiempo que ya no participa de la
alegría coral.
Juliette,
aprovechando la bondad de los primeros días de otoño, ha decidido dar un largo
paseo por el parque y la playa después del cual, y antes de regresar a su
hogar, pasará por la tienda del barrio —que pareciera no cerrar nunca— a
comprar el pan y algún que otro alimento que demanda su despensa. Piensa en Denis,
su pareja, que pronto volverá de una formación a cargo de su empresa y se le
ilumina una expresión de felicidad en el rostro.
Jocelyne
se excusa ante sus compañeros y el director aludiendo un malestar que sí es tal
y emprende camino a casa. Piensa que no probará bocado de sea lo que sea que Frédéric,
su chico, haya preparado para comer, tan sólo ansía llegar a su hogar y
tumbarse a descansar un rato esperando que aquél no se sienta defraudado por
ello.
Juliette
acaba justo de volver de su paseo cuando escucha que llaman a la puerta; es Denis,
que se presenta con una doble sorpresa en su equipaje: llega un par de días
antes de lo previsto y lo hace con la grata noticia de que un proyecto suyo, bautizado
como «Juliette», ha resultado ganador entre todos los presentados por los
compañeros de su empresa durante la supuesta formación, con lo que sus futuros
laboral y económico están asegurados; aunque no es eso lo que más le ha
emocionado a su chica, ni a lo que más atención ha prestado después de que le
recordara —más que confiara— que ella ha sido siempre su fuente de inspiración
constante desde que tuvo la inmensa fortuna de cruzarse en su camino.
Jocelyne
da la vuelta a una esquina y encara su calle cuando a lo lejos aprecia una
multitud que se hace mayor a medida que se va acercando. Cuando está apenas a
una veintena de metros, alguien se gira, la reconoce y corre a su encuentro obligándole
a parar en seco. Le aconseja que no siga, no debería ver la escena que el grupo
de gente, arremolinada en torno a algo que observan en el suelo, le esconde con
sus cuerpos. Siente que su corazón se para una, dos veces, como si le diera
vuelcos con irregular periodicidad. Nadie le dice nada, pero ella intuye lo
peor. Cuando consigue respirar con algo más de tranquilidad, se acerca apoyándose
en otros dos vecinos menos sensibles que el primero hasta que recibe una brutal
bofetada emocional cuando ve a Frédéric, ataviado con el delantal que le regaló
en Navidad, destrozado en la acera dentro de un charco de su propia sangre.
Tres pisos más arriba, una ventana abierta de par en par ha sido testigo mudo
de la tragedia de quien no ha encontrado motivos para esperar el final que algo
o alguien tendría ya decidido para él, y ahora golpea las contraventanas contra
el muro demandando atención.
Juliette
no necesita recordarse a cada momento que Denis la tiene en un pedestal, que la
ha convertido en el eje de toda su existencia, le basta con disfrutar cada
instante de su amor mutuo y complicidad y verlo y verse así de felices.
Jocelyne
busca en lo más profundo de sus recuerdos y sentimientos una razón, el motivo que
explique lo inexplicable: por qué su pareja ha tomado tan trágica decisión;
pero también y, sobre todo, busca entender cómo es posible que ella no haya sido
capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando por la cabeza de su amado para
intentar ayudarle. Mas no piensa con claridad, no puede. ¿Será sólo que no lo
supo ver o es algo aún más duro? Su mente es ahora un hervidero de
sentimientos, emociones y pensamientos encontrados y en un arranque de valentía
—que no es sino un intento de martirizarse generado por el propio dolor— se pregunta
si no será ella la verdadera causante del cruel acto especulando que tal vez no
haya sido capaz de llenar la vida de su compañero y hacerle feliz.
El
Sol empieza su trayecto descendente cuando tanto Juliette como Jocelyne sienten
la necesidad de llamarse para contarse sus recientes vivencias; ambas se dan de
bruces con una línea telefónica ocupada. No han compartido fortuna en la vida,
aunque sí padres, y algo más… Gisèle, su madre, las parió a las dos el mismo
día: primero a Jocelyne de parto natural, y después a Juliette, la mayor, por
cesárea debido a complicaciones de posicionamiento de última hora que, por contra,
evitaron el trauma propio del nacimiento por la angosta vía. El azaroso destino
se empeñó desde un principio en minimizar las semejanzas de las dos hermanas
gemelas ensañándose al propiciar y potenciar las máximas diferencias entre
ellas.
Según
la creencia de muchos, ambas también serían hijas de un mismo dios; mas si ello
fuera cierto, lo serían, no me cabe duda alguna, de un dios menor…
© Patxi Hinojosa Luján
(27/09/2016)
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