El
tren paró por fin en la estación después de una larga y perezosa frenada. Los
viajeros que debían apearse en ella, contagiados en apariencia por el proceder
de aquél, tampoco tenían prisa por abandonar sus plazas y bajar al andén con sus
equipajes; es cierto que no ayudaba en nada que estuviera lloviendo de manera copiosa.
Una joven, con una pesada mochila a la espalda que abultaba casi tanto como
ella, se dirigía hacia la sala de espera del vestíbulo atravesando con
parsimonia el andén; no tendría mucho más de dieciséis o diecisiete años pero
su rostro llevaba grabado el recuerdo de más de una batalla, de esas en las que
todos salen perdiendo. Imaginando qué le depararía el destino a corto plazo, tardó
en percatarse de que alguien le protegía de la lluvia con un amplio paraguas
multicolor. Levantó la mirada para agradecer el gesto con una sonrisa sincera y
balbuceó un tímido «gracias» cuando, ya
bajo techo, se detuvo y vio cómo caballero y paraguas desaparecían por la
puerta que daba acceso a la calle. Se sentó en un banco corrido cuyo asiento no
era sino una traviesa de madera de las que se habían retirado del tendido del
ferrocarril años atrás; ni que decir tiene que encajaba a la perfección en la
decoración de tan ferroviario entorno. Allí, sentada y sin la carga a la
espalda, la joven dudaba del acierto en la decisión que acababa de tomar días
atrás, a la par que intentaba identificar qué había visto de familiar en
aquella expresión cuando su portador lanzó al aire un cariñoso «de nada» antes de desdibujarse
tras una cortina de agua. De pronto sintió un vacío interior, algo así como una
llamada que le recordaba que no había probado bocado desde la mañana, y ya
estaba anocheciendo. Esperó a que escampara y se adentró en las conocidas
calles de la conocida ciudad con la firme intención de hacer caso a la primera
señal de bar o taberna que le brindara una puerta abierta.
Se acomodó en una de las mesas más pequeñas que
encontró frente a la barra de una pequeña pero coqueta taberna y esperó a que
le atendieran. El personal no se hizo de rogar. No había terminado de otear la
peculiar decoración del establecimiento cuando un joven que no tendría muchos
más años que ella carraspeó al objeto de llamar su atención y a continuación le
ofreció la carta; volvió al cabo de unos instantes para conocer su elección. La
chica cenó con avidez un menú del día tras lo que depositó en el platillo
destinado a tal efecto el doble de lo que se indicaba también en una pizarra
colocada en un lateral de la barra.
Ya se disponía a abandonar el mesón, mientras observaba
otro de los aperos que le conferían su rústico aspecto, cuando oyó a sus
espaldas:
—Perdone, señorita, creo que ha tenido una
confusión al abonar la cuenta —dijo acercándose a ella.
—No, no, está bien así —y guiñó un ojo sin saber
muy bien por qué lo hacía—, lo que sobre es para usted, quiero decir, para ti —rectificó
al reparar en la juventud del camarero.
El chico no tuvo tiempo de agradecer semejante
gesto porque enseguida ya sólo alcanzó a ver una mochila flotando en el húmedo aire,
alejándose. Dio media vuelta y volvió a sus quehaceres con ánimos renovados; si
seguía teniendo tanta suerte con las propinas, pronto podría pagarse ese curso
de francés que tanto le motivaba.
Acabada la jornada de trabajo, decidió dar un
rodeo para llegar a casa y así pasear un poco aprovechando lo bonancible del
clima. Al pasar por una calle que hacía tiempo no transitaba pero que recordó
por un anuncio, divisó un bulto a lo lejos, en la acera, pegado a la pared. Al
alcanzar su posición, el bulto cobró vida y le demandó una ayuda mediante
gestos. El consideró oportuno y justo compartir sus propinas del día con
aquella persona y así lo hizo, bien podría esperar unos días más para
inscribirse en el curso. Depositó su colaboración —su mente se negaba a
denominarla limosna— en el recipiente en forma de boina mutilada, por faltarle el
rabo, y continuó su camino aún más alegre si cabe, silbando…
El vagabundo murmuró una especie de
agradecimiento que ya nació mudo por los efectos del alcohol y se volvió a
dormir con el dinero bien asido dentro de uno de los bolsillos de su ajado y
sucio gabán. Tuvo un sueño placentero. Cuando despertó, con resaca pero
consciente, lo hizo con la intención de cumplirlo.
Ordenó y adecentó lo que pudo su «zona de
confort» y se acercó hasta un parque cercano. Allí se sentó en el único banco
que vio vacío y sacó de su vieja cartera un trozo de papel algo sucio e
irregular y un lápiz que se había quedado en casi nada después de las múltiples
veces en las que le debían haber sacado punta. Meditó unos instantes y
garabateó unas frases con más pasión que buena caligrafía, después firmó entre
dos lágrimas que secó con una manga. A continuación corrió al supermercado de
la esquina y compró una botella de agua. Tomó un largo sorbo y empezó a caminar
con rumbo fijo; ya no le temblaban ni manos ni piernas.
Un joven trajeado entró al portal de su vivienda
y recogió la correspondencia a media tarde, cuando regresó de completar su
jornada laboral. En su buzón encontró publicidad, demasiada, alguna que otra
factura y un papel roto y arrugado del que sospechó algo, lo que evitó que lo
tirara a la papelera creyéndolo una broma. Antes de desplegarlo según subía las
escaleras, le dio un vuelco el corazón, aunque enseguida se serenó y lo
envolvió una paz que le quitó de encima y de golpe el peso de diez años cuando
leyó lo que le decían mediante aquella letra tan familiar. Entró a su
apartamento, bebió un botellín pequeño de agua de un solo trago y se cambió de
ropa; se deshizo del traje y se puso algo informal, deportivo. Salió a la calle
creyendo saber a dónde se dirigía; lo hacía con algo de temor, mas también con
esperanza. De repente empezó a tararear una canción que no había oído en los
últimos años, quizá desde aquel portazo, desde aquella separación. Aceleró el
paso para imitar a su ritmo cardíaco y al doblar una esquina lo vio allí, al
fondo, lejos pero ¡tan cerca...! Ya no era un bulto, sino una silueta erguida
que desafiaba a su pasado reciente desde una recuperada sobriedad. Parecía que
esperara algo o a alguien, o algo de alguien. Comenzó a llover. Abrió su
paraguas y se cubrió con él, y también a un transeúnte que, distraído y poco
consciente de que se estaba empezando a empapar, repetía una y otra vez
palabras en un francés poco ortodoxo. Se giró para agradecer el gesto y se
atrevió a probarse con un «merci, merci
beaucoup», lo que hizo que se sintiera orgulloso, no en vano aún no había
comenzado ese curso tan deseado.
La escena anterior fue observada por un varón que
no había tenido el reflejo de llevar consigo su paraguas multicolor y que, en
la otra acera, se refugiaba bajo unos balcones centenarios que desafiaban la
ley de la gravedad.
Cuando el joven del chándal estaba al llegar a su
destino se quedó sin la compañía que compartió su paraguas durante unos pocos
metros, porque aquélla entró en un portal, al que adornaba una placa anunciando
una academia de idiomas, mientras repetía las dos agradecidas palabras que se
sabía tan bien; un segundo después vio llegar a una chica que, despojada de
carga a la espalda, de un salto se abrazó a la silueta que ya no era tal; pensó
en acercarse a ambos y abrazarlos, y así lo hizo, y al hacerlo sintió que
estaba recuperando a un padre y a una hermana, a su padre perdido y a su
hermana viajera.
***
Acaba de parar de llover, lo que aprovecha una
figura anónima para cruzar a la acera de enfrente y entrar en un portal que por
medio de un cartel anuncia una academia de idiomas en su interior. Es cierto
que acaba de salir de allí hace un cuarto de hora escaso, cuando terminó su
jornada de profesor de francés, pero debe regresar para recoger el objeto que se
dejó olvidado, más que nada por si se le vuelve a necesitar para seguir con ese
juego de vidas cruzadas, el de los «cruces vividos».
© Patxi Hinojosa Luján, escrito en Sada, entre la casa de Marilén y
Javi y su bar, el Rincón de Burgos; ¡gracias por la hospitalidad!
(12/10/2016)
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