No
necesitaba mirar más por la ventana para saber que el cielo de otoño seguía apareciendo
herido, con esas vendas en forma de espesa bruma y nubes bajas que así lo
atestiguaban. Además, los escasos espacios que se libraban de aquellas brindaban
una claridad que no lograba imponerse, a pesar de su azulado optimismo.
Era
viernes y tenía la tarde libre, por lo que la perspectiva de un fin de semana
más largo de lo habitual debería de haberle otorgado un plus de calma que no
encontró; al contrario, incluso tuvo que doblar la dosis del ansiolítico que le
permitía mantener su rutina diaria con un mínimo de dignidad para conseguir retener
el galope de su corazón y devolverlo al redil del trote nervioso.
Algo
no iba bien y él lo sintió como cuando la aguja coquetea con la piel antes de
introducirse en ella, con la certidumbre de que al final va a acabar haciéndolo;
esa certidumbre anuló todo atisbo de sorpresa en la llamada telefónica que no
tardó en recibir.
Tenía
en sus manos un libro abierto que no leía, y en el giradiscos un long play que oía pero no escuchaba, a
pesar del esfuerzo que ponía por llamar su atención, cuando el agudo e
intermitente tono le obligó a levantarse para atender esa llamada. Con gesto
serio y latidos contenidos, prestó atención a cuanto se le dijo desde el otro
lado de la línea para, antes de colgar, responder:
—Está bien, entendido… voy enseguida.
Cogió
la primera prenda de abrigo que encontró y cerró la puerta tras de sí,
llevándose consigo la incertidumbre y el nerviosismo que le ocupaban por
completo mente y cuerpo, y dejando dentro el anhelo de encontrarse a la vuelta
habiendo, de una vez por todas, pasado página…
Llegó
jadeando al que había sido su portal durante todos aquellos años que ahora le
parecían tan lejanos. Respiró hondo tratando de deshacerse de, al menos, parte
de su nerviosismo y empezó a subir las escaleras, intentando alargar el tiempo,
aspirando a llegar arriba algo más preparado…
«¿Cómo se prepara uno para lo inevitable?»
Apartó
ese pensamiento tratando de no adelantarse a los acontecimientos y encaró el
último giro en las escaleras antes de enfrentarse, quizá, a la nueva visión de
su futuro, a su nueva versión.
Cuando
llegó, vecinos, conocidos y amigos se agolpaban ya delante de la puerta de la
vivienda, una vivienda que él había ocupado veintiuno de sus primeros veintidós
años de vida, pero que desde hacía mucho tiempo sentía como extraña y ajena.
Los
que parecían ser los jefes de las patrullas de bomberos y policía local
desplazadas al lugar le pusieron al corriente de las fundadas sospechas que
tenían por mor de la información de que disponían en base a testimonios de
vecinos y familiares. Ambos, por su experiencia, se temían lo peor; pero lo peor
para unos puede que no lo sea para otros muchos, ya nos advirtió Einstein de lo
relativo que es todo.
Le
iban a informar también de la operación que ya se estaba llevando a cabo en
esos mismos momentos cuando un ruido de llaves y cerraduras les alertó de que
en breve saldrían de dudas.
La
puerta se abrió desde dentro dejando paso a la visión de un miembro del Cuerpo
de Bomberos que, con un clarificador movimiento de barbilla, mientras cerraba
los ojos por un segundo debido al cansancio por la tensión, confirmaba la
versión de las conjeturas previas. Un silencio hiriente y seco apareció con él.
Un silencio mezclado con un espeso, viciado y asfixiante olor, desconocido para
él hasta entonces, que dejó paso a más, a mucho más…
Se
identificó y, acompañado de dos familiares, entró a la vivienda a cámara lenta
como si tuviera echado el freno de mano, intuyendo la desagradable escena que podría
encontrarse allí, aunque no la intensidad de la misma, ni a nivel físico ni
afectivo.
Allí
dentro el universo parecía haber girado sobre un eje inexistente y sus leyes
haber rendido pleitesía al desorden: se podía oler el silencio, se podían oír los
zumbidos del penetrante olor, como si las partículas en suspensión que lo
constituían asemejaran un enjambre de ruidosas abejas; tan denso era…
Y
entonces lo vio en el suelo del salón: arrodillado contra un sofá, inerte, con
signos de un evidente rigor mortis, producto
del paso de varios días tal vez. Ese cuerpo sin vida ya no era más que el traje,
ahora inservible y en un estado desolador, que un día vistió a una persona, su
padre; mas este ya no estaba, hacía bastante más tiempo del que se podría suponer
que había abandonado este mundo. Mucho antes de esta última caída, tuvo otra de
relevancia extrema cuando, sobrio entre dos fases de embriaguez, decidió que no
se enfrentaría a la enfermedad, que nunca reconocería padecerla…
Después
de contemplar la estampa con tanto detenimiento como congoja y realizar el
preceptivo reconocimiento para el que fue requerido, expresó un sentido agradecimiento
al valiente que se había descolgado desde el piso superior a través de la
fachada de un patio exterior hasta acceder a la vivienda, entrando por una de
sus ventanas, donde hizo el macabro descubrimiento. Esperó fuera mientras
preparaban el cadáver y no abandonó el lugar hasta que se lo llevaron los
operarios de la funeraria.
Tuvo
claro enseguida que aquella ensalada de sensaciones perduraría para siempre en
su cerebro.
Volvió
a su hogar ya sin presión a pesar de la asunción de todos los trámites que
quedaban por realizar y con la ligereza de quien acaba de quitarse un gran peso
de su mochila, aunque evitó que nada de esto apareciese en su rostro con disfraz
alguno, ni de tristeza ni de sonrisa. Se dejó caer en su sillón favorito, cerró
los ojos, constató la otra vez regular y ya más baja cadencia de sus
pulsaciones y abrazó aquel anhelo, ahora convertido en certeza, la certeza de
lo inevitable…
© Patxi Hinojosa Luján
(12/01/2017)
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