La
atmósfera andaba ese día sobrada de poesía; en su regazo versos insumisos imaginaban
danzas buscando encontrar el equilibrio que les dotara de un plus de armonía y sonoridad
y, egoístas cual gato arisco, desahuciaban a una prosa que ya empezaba a
escasear. La suya había sido una jornada más larga y cansina de lo habitual,
agotadora. Aun así intentaría escribir al menos un par de horas más. Esta que
terminaba estaba siendo una semana de ritmo frenético por mor de la inoportuna
gripe que amenazó con mutarse a una neumonía que al final pudo evitar. Mas el
retraso acumulado por este imprevisto en su quehacer era incompatible con el
compromiso adquirido con su editorial, para la que debería tener lista su
novela en escasos días.
La
cosa pintaba mal, para qué negarlo. Había confiado, según su viciada costumbre,
en ese impulso que a última hora, cargado con una insólita energía que solo le
visitaba en estas situaciones, le permitía en todas ellas pulir y acabar su
obra.
En
esta ocasión, la sorpresa en forma de las fiebres más severas que recordaba, de
batas blancas, medicinas y serias advertencias con reposo absoluto en cama,
amenazaba con arruinar sus planes, lo que con seguridad invalidaría su jugoso
contrato.
Se
otorgó un pequeño descanso que aprovechó para desentumecer sus articulaciones.
Recorrió el pasillo varias veces y volvió a su despacho después de beber un
generoso trago de agua con gas. Se acomodó en la butaca de su escritorio y
observó el monitor que volvió a la vida con un leve movimiento del periférico
roedor. Pensó que quizá debería considerar aceptar esa ayuda que le habían
ofrecido con insistencia en los últimos tiempos; si en algún momento tenía
sentido tan peregrina idea, ese era este. Cerró los ojos…
***
…
cuando los abrió dos capítulos más tarde, observó cómo el cursor se movía
nervioso generando nuevas palabras y frases que tenían, en verdad, muy buena
pinta; solo en contadas ocasiones retrocedía para cambiar palabras o
expresiones por otras más adecuadas, más literarias; también para corregir
pequeños despistes ortográficos, de puntuación o de teclado que él solo apreciaba
cuando ya estaban desapareciendo. Y le estaba gustando lo que leía. Volvió a cerrar
los ojos en lo que pretendió ser un instintivo acto reflejo de relax y que acabó
convirtiéndose en mucho más…
No
sabría precisar si aún permanecía en mundos oníricos cuando se percató de que se
estrechaba la mano con alguien, como cerrando un trato, y la duda mutó a
perplejidad cuando constató que ese alguien no era sino el personaje principal de
su inacabada novela. Y entonces lo vio claro: era este el que, sin muestras de
fatiga y con un estilo literario tan similar al suyo que asustaba, estaba
terminando el trabajo con celeridad. Meditó un instante y no tuvo que forzarse
para regalarle una sonrisa a la vida.
Rio
al recordar las ocasiones varias en las que su protagonista le había confesado
que le encantaba cómo estaba evolucionando la trama y que no veía llegar el día
de descansar tras el altivo punto final de los finales, siempre ignorante de los
restantes dos puntos suspensivos..
© Patxi Hinojosa Luján, en Murcia, con
amigos
(18/03/2017)
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