Hoy me ha dado por recordar
algunos brillos que conozco bien a base de haberlos observado, con todo el
respeto que se me inculcó, siempre que me ha sido posible acceder a la atalaya
de una conciencia tranquila; es un ejercicio saludable y recomendable, se me
ocurre valorar que casi tanto como la búsqueda, hasta enamorarse, de ese duende
que acabará convirtiéndose en el más fiel compañero en nuestro Camino.
Así,
recuerdo miradas que hacen el amor con el alma, con toda calma; otras que dan
las gracias con el corazón, incluso algunas que reconocen esfuerzos con la
razón… Miradas que visten, celosas, a sus amantes antes de compartirlos con
nadie, sabedoras de que encontraron oro cuando se hubieran conformado con
cobre. Miradas que, mirando más allá en el tiempo, adelantan las gracias a las necesidades
en la confianza de que siempre serán cubiertas. Miradas de aprobación a quienes
ya antes las tuvieron contigo de manera incondicional. Y en todas ellas los
vidriosos ojos que así miran presentan un brillo tan especial, tan bello, que bien
podría ser nombrado patrimonio de la humanidad.
Brillos…
Me viene ahora a la mente uno de los más recientes, el que advertí adornando a
un joven músico que acompañaba por vez primera en el escenario a su famoso
padre, estrella de la canción, y que, mientras punteaba una guitarra rozando
con respeto sus cuerdas, lo contemplaba al dar su particular «do de pecho», no pudiendo evitar uno de los gestos
de admiración más diáfanos que haya visto nunca; ese es uno de los brillos que
aspiro a ver en los ojos de mis hijos, sueño con merecerlo algún día...
Son
todos ellos brillos de un orgullo sin maquillajes ni disfraces, de los que
oxigenan el alma y dejan abierta una puerta a la esperanza. Pero existe otro
tipo de orgullo con el que vivir también se torna una experiencia mucho más
gratificante, y aquí y ahora no evoco ni me equivoco con ese ligero matiz
ortográfico diferenciador entre «ser» y «estar» orgulloso,
que se agiganta en su significado, porque tengo que decir que todas esas
miradas «están», y puede que ya nunca lo dejen de estar; no, me refiero al
orgullo de haber conocido a personas que, a pesar de no haber militado en el
equipo de los Amigos queridos, se han adjudicado sin dificultad alguna un
pedacito del espejo donde gusto mirarme cada mañana esperando llegar a
parecerme algo a ellas con tiempo y ahínco.
Pero
hay ocasiones en las que nos relajamos y dejamos nuestra guardia baja, y es entonces,
en ese momento que siempre es el más inesperado, cuando el destino se enfunda
el papel de protagonista que exigió para él en el momento del reparto; y en
este hoy, que no se ha reunido aún con el mañana que se apropiará de su nombre,
aquel me ha forzado a dirigir la mirada hacia una esquina de ese cristal mágico
desde donde se me dirigían palabras en castellano mezcladas con algunas en
euskera, con un marcado acento gallego, y poco a poco asimilo que me tendré que
conformar con las que ya están ahí, porque no habrá más, aunque puede que quizá
solo hayan sido imaginaciones mías… Mas se me ha encogido el alma, sé que ya no
podré hacerle partícipe de todo esto a él, por lo menos no en esta vida, y ahora
que me acompañan dos brillos diferentes, y uno lo es de pena, os puedo asegurar
que en el otro seguiré sintiendo por siempre ese último orgullo del que os
hablé…
© Patxi Hinojosa Luján, con la mirada
vidriosa, fija en el pedacito de espejo que Santi (Santiago Crespo, de Electro Etxe, en Irún) se ganó hace tiempo.
(15/05/2017)
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