No sé si
me creeréis, pero debo decirlo: estamos rodeados de unos seres especiales que nos
contemplan, suplicantes, desde los que en algún instante fueron sus particulares
edenes.
Tragando humillaciones, olvidando desprecios, han podido observar
cómo ese paraíso ha ido mutando hasta un infierno en el que las llamas abrasan
bastante menos que las vejaciones y estas menos incluso que el recuerdo de un
tiempo en el que semejante cambio era imposible por impensable.
Recapacitando en ello estoy cuando veo un niño que, desde el
patio de su colegio, se despide sonriente de su madre mandándole un beso volador;
desenfoco su imagen y me centro en ella, exhibe esa sonrisa que tan bien le
sale, aunque no tanto como disimular con maquillaje el calvario del que ansía que
puedan escapar algún día.
Aunque lo intento, no encuentro apelativo mejor para ellas
que el de «superhéroes»; no siéndolo, decidme cómo podrían
crear unos mundos virtuales para sus hijos y entorno con todas esas miserias familiares
camufladas… Además, como cualquier «superhéroe»
que se precie, tienen incluso su punto débil, y no pudieron ser tocadas con uno
más apropiado, un inmenso amor incondicional.
Son «superhéroes», sí, mas ellas no
eligieron serlo.
© Patxi Hinojosa Luján
(17/06/2017)
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