(Estamos
en el equivalente al año 2153 terrestre; octubre, más o menos. Nave
interestelar Luna XLIII en misión colonizadora camino del centro de la espiral
de la Vía Láctea)
El inmenso
salón está muy iluminado, en contraste con la imagen que les regala la no menos
inmensa cristalera oval, espectacular aunque jamás abandone la noche, o quizá
debido a ello… Dos figuras humanas son los únicos seres multicelulares que lo
ocupan en estos momentos.
—¡Madre, mire lo que he encontrado!, parece
ser una memoria externa muy antigua.
—¿Cómo lo sabe, hija?
—Porque mi LACBM* detecta información
básica en él, un fichero con texto simple; pero mire qué primitivo es, fíjese,
¡si hasta tiene una especie de conector! —añade, sacándolo del
aparato para mostrárselo a su madre.
—¿Dónde dices que lo has encontrado? —pregunta la madre, haciendo gala de su habilidad.
—Aquí, en esta antigua caja de grafeno
con recuerdos de sus antepasados, junto a estos libros de paopel…
—¡Papel, se dice papel! —Interrumpe su madre, sonriendo—. Aprovecho para
recordarle que ese material se produjo en las papeleras de nuestro añorado
planeta hasta que en el año 2040 se dejó de hacer cuando el número de árboles se
situó por debajo del umbral mínimo crítico. Espero que la Tierra haya
recuperado ya algo de su esplendor pasado—agrega con seca nostalgia.
La joven vuelve a colocar su descubrimiento en el dispositivo
LACBM* y pregunta:
—¿Quiere leerlo conmigo, madre? —indica
señalando un punto indeterminado sobre el escritorio que ocupa y que se
presenta ajeno a lo que va a mostrar en breve.
—Sí, claro, hija, con mucho gusto —y
se sienta a su lado junto con un incipiente hormigueo.
La chica mira a su madre con una mezcla de ternura y orgullo
y activa el dispositivo. Ambas dirigen ahora su mirada a la pantalla virtual y empiezan
a leer:
***
Año 2042, 11 de noviembre. Sé que es
un día muy especial, pero…
Hace tantos años ya de todo que mi
memoria, en la mayoría de las ocasiones, se equivoca en algún cruce y rara vez consigue
regresar para recordármelo; es por ello que ya no recuerdo cuando lo escribí, aunque
sí me reconozco en esas palabras escritas en papel que acabo de encontrar por
casualidad y que voy a traspasar a este formato enseguida. Veo, como si fuera
hoy, esas imágenes que tanto representan para mí. Y ahora que recuerdo sentir
que la amo más que a mi vida, se lo diré una vez más, pero no que echo de menos
quién fue, ¡tanto de menos!… Quiero escribirlo aquí, bien alto, por si algún
día alguien lo lee en voz baja, deseando que ella sienta lo mismo en los
escasos intentos de lucidez que compartimos…
*
Año 2017, 11 de julio
Hay una imagen que se ha atrincherado
en mi cerebro, en la esquina que presume de las mejores vistas, a base de
repetirse una y otra vez; y parecería que intenta poner a su nombre las
escrituras de esa propiedad, porque ha llegado a cobrar una notoriedad que, cuando
todo empezó, no llegué a intuir que alcanzaría.
Reconozco que al
principio me vi sorprendido por la pasión con la que silenciaba nuestros
silencios, posponiéndolos, cuando me urgía a compartir con ella cada una de las
bellezas que captaba su mirada. Recuerdo ahora la de aquellos rayos de sol aterrizando
en alguna de las colinas que han rodeado siempre nuestros paseos de dedos
enlazados, aunque tampoco desdeñaba si los sorprendía descansando sobre algún
tejado incauto. Pero lo que recuerdo con mayor nitidez es la imagen que la
capta a ella haciéndome cómplice de su apasionamiento.
Poco tiempo después, tras
unos cuantos entusiastas «mira qué bonito, esos últimos rayos
de sol sobre el mar, con el gris azulado jugando con el azul marino… qué imagen
tan bella dejan», no me queda la menor duda de que
siempre ha sido debido a su generosidad, ese no imaginar no compartir cada
tesoro que va encontrando en su camino es una de las múltiples perlas que
conforman el collar de su identidad.
Con el tiempo, he
aprendido a disimular mi media sonrisa cada vez que le oigo decir «mira, mira
allí, qué bonito…», sé que no la debo exponer cuando ella busca en mi rostro la
reacción que espera, ese gesto de admiración, porque solo aspira a verse
reflejada. Y es más, cuando alguna vez, de un tiempo a esta parte, los «mira…»
se espacian, creedme que me inquieto.
Mas sé que el tiempo acabará
momificando este y todos los demás recuerdos, que llegará el día en que ella no
localice el resorte que le haga querer seguir mostrando su pasión, también el
día en que yo ya no la eche de menos, a esa pasión, quiero decir…; pero hasta
entonces, como seguimos jugando a este juego de complicidad y arrebato, ella me
apremia desde la puerta de entrada para que deje de escribir estas apresuradas
líneas; «ya las terminarás después», me dice y, coqueta, se pone sus
gafas de sol para que este no llegue a sospechar nunca que tiene la intención
de seguir observando sus juegos de luz. Yo la sigo…, siempre lo he hecho,
siempre lo haré…
***
Las mujeres se miran honrando el silencio que genera el
respeto a los valores más puros. Tanto una como otra saben que ambas han
necesitado leer dos veces el texto. De las dos, la cara que hace tiempo disimuló
con láser sus arrugas más rebeldes muestra un evidente gesto de nostalgia, ya
no tan seca.
—Madre, ¿qué significa pasión? —Y la mira con cara de niña buena antes de añadir— ¿Existía esa palabra
cuando usted era joven… o niña?
Siente que su hija la ha pillado desprevenida, y respira
hondo antes de responder.
—Sé de ella poco más de lo que me
contaron tus abuelos: que, según los gobernantes, era un híbrido entre emoción y
sentimiento muy peligroso y que por eso no tuvieron más remedio que prohibirla
a nivel mundial y a perpetuidad —recuerda con una
nostalgia que no esconde sus toques de humedad, haciendo caso omiso por primera
vez en su vida de la orden que prohibió también el tuteo entre todas las
personas, al ser un trato de cercanía y complicidad que fomentaba la subversión.
»Pero, ¿sabes?, yo sé que no la
prohibieron por eso, que lo hicieron porque le tenían miedo —piensa
un instante y continúa—; creo que era más bien pánico, eso era, pánico.
Ese sentimiento, hija, movía el mundo y lo pintaba de colores, haciendo que nos
moviésemos con él. Lo sé porque muchas veces sueño que disfrutamos de ella, y
la sensación es maravillosa, aunque siempre desaparece muy rápido por la
mañana.
Sabedora de que están en un punto de inflexión, que habrá un
antes y un después de esta conversación, la mujer prepara dos unidades de vino,
de uva —por algo es una ocasión especial, se dice, decidida—
y le ofrece una a su hija antes de apostillar:
—Los gobernantes siempre se han
reservado para ellos todo el poder acompañado de lo mejor que brinda la vida, dejándonos
a los demás unos lúgubres mundos en blanco y negro que algunos coloreamos a
escondidas siempre que podemos.
—¡Por nuestros tatarabuelos —propone al fin, en un brindis, su hija—, que conocieron la pasión y la
disfrutaron incluso después de dejar de ser conscientes de ello! ¿Verdad, mamá?
—Suelta, emocionada, en su primer intento de algo parecido a un tuteo.
—¡Verdad, hija mía! —La
abraza contra su pecho—. Ahora que me paro a pensar, veo que
es cierto…
—¿El qué, mamá? —interrumpe
curiosa.
—Que el tiempo nunca miente a la hora de
la verdad…
* Lector
Analizador de Códigos Binarios Modificado
© Patxi Hinojosa Luján
(21/07/2017)
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