Aún hoy tiemblo al recordarlo, incluso mi cuerpo
empieza a sudar sin motivo aparente para los ojos extraños que me puedan observar.
Los dos éramos muy jóvenes, aunque
no tanto como para no desear ya en aquellos tiempos liberarnos de una adolescencia
que suele enquistarse a veces, aunque sea sólo en los sujetos más temerosos de asumir
responsabilidades.
Como os decía, tiemblo al evocarlo,
admitiendo que desconozco de dónde pude sacar la osadía para pedírselo, para
pedirle que se desnudara para mí; pero el caso es que lo hice y, aunque no reaccionó
enseguida, lo cierto es que no salió huyendo, y yo lo interpreté como todo un éxito
previo al inevitable triunfo final.
A partir de entonces, con una
complicidad recién estrenada, escapamos juntos en más de una ocasión a esa cara
de la Luna que se oculta ante nuestros ojos pero no ante nuestros anhelos, y
así podíamos seguir estudiándonos para aprendernos el uno al otro con la
privacidad que da la intimidad. Recuerdo esas escenas, y otras con tanta o más carga
de pasión, como si hubieran sucedido hace un momento, justo antes de elegir esta
manzana que ya antes se eligió para mí y que acabo de morder. Y ahora sonrío, pues
la equiparo a aquel recuerdo; parece que no pudiera resistirme a algunas
tentaciones…
Llegados a este punto, caigo en
la cuenta de que algunos de vosotros, amables lectores, quizá estéis pensando
que este es tan buen momento como cualquier otro para que aparezca en el relato
ese giro que termina por otorgar al texto un significado situado en el extremo
opuesto de lo que se suponía hasta entonces... Siento decepcionaros, esta vez
no hay tal giro final. En efecto, es cierto que le pedí que se desnudara, como
pensaba hacerlo yo también, y no tardó en complacerme, pues lo hizo pocos días
después cuando me abrió de par en par su corazón en un apasionado e integral desnudo
emocional.
Porque…, eso era lo que habíais pensado,
¿no?
© Patxi Hinojosa Luján
(19/09/2017)
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