—Ahora
ya no podemos verla; ¿sabes por qué?, porque eligió ocultarse allí arriba, en
la cara oculta, esa a la que todos denominamos, con poco acierto, «la cara oscura
de la Luna», la que no vemos nunca. Es que —te cuento—, parece ser que un buen
día Selene —que así se llama la Dama, la Luna— se enfadó con la Tierra por
permitir tanto desmán en su seno, y desde entonces le ofrece una única pose en
la que solo le enseña alguna de sus arrugas y su ombligo, claro, como muestra
de altivez y…
—Pero…
¿de quién y de qué me hablas, abuelo?, no entiendo nada…
—Tienes
razón, ¡perdona hijita! Ahora recuerdo que anoche te quedaste dormida antes que
de costumbre y no llegarías a oír la parte final de la historia que te estaba
contando:
»Te
decía que nuestra amiga, tan aventurera ella, salió a pasear una noche antes
que sus compañeros, sola, y desapareció para siempre. Después de una búsqueda a
conciencia, como se haría con un hijo perdido, todos están convencidos de que, tal
y como era su objetivo desde hacía ya tiempo, al final logró convencerla y ahora
se hacen compañía eterna. Me refiero a la Luna y a ella. Y es por eso que,
desde entonces, cada noche de luna llena todo el grupo le canta al unísono a la
figura del pequeño satélite —grisáceo a veces, pero también naranja, rojizo e
incluso azulado— en demanda de noticias de su compañera y no desisten en su
lamento hasta que, para tranquilizarles, la Luna les guiña uno de sus cráteres con
tal sutileza y disimulo que nadie más puede apreciarlo. Entretanto, un miembro
de la comunidad que siempre antes de finalizar se aparta del grupo con
discreción, ve cómo se va agrandando esa grieta que adorna su corazón, poco a
poco pero sin pausa.
—Abuelo,
¿quieres decir que ella no sabe que dejó aquí un enamorado? ¡Qué triste!, ¿no?
—Al
principio no, no lo sabía, pero con el tiempo lo fue intuyendo y a cada noche
de luna llena esa certeza fue haciéndose más y más grande, hasta que creyó
oírlo, sentirlo; y al final acabó oyéndolo y sintiéndolo.
»Cuenta
la leyenda que, a partir de ese momento, desde que sintió esa pena ajena como
suya también, cada noche se desprende unos instantes de la congoja que invade
su estancia en soledad, suspira desde lo más profundo de sus entrañas y lanza
un apasionado aullido que no es sino un deseo: ¡ojalá estuvieras aquí!
»Y
a él se le va empequeñeciendo la herida por momentos, hasta que llegue un día
en el que solo quede como un tatuaje, triste recuerdo de su largo penar.
© Patxi Hinojosa Luján
(02/10/2015)
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