Al
día aún le quedan algunas horas de vida, aunque hace ya un buen rato que las
tinieblas le han tomado el relevo a la claridad; y es que el otoño, cuando en
su carrera en pos del invierno está cerca de alcanzarle al atisbarlo a escasas
dos curvas por delante, casi palpando el inevitable destino que le hará transformarse
en él, pierde en luminosidad lo que gana en belleza cromática.
Aquella
habitación ve un día más cómo, en un claro gesto de privilegio, mantiene casi
por completo su iluminación mientras en sus hermanas ya solo queda la mínima
necesaria para los cuidados y supervisiones de rutina. Es un detalle al que sin
duda alguna tú sabes y sabrás corresponder en su justa medida; el prolongado
horario laboral que te ha tocado en suerte no te permite llegar antes a visitar
a tu querido abuelo, y este no es capaz de dormirse hasta que el timbre de tu
voz le acaricia al oído con tiernas palabras y le regala tanta tranquilidad que
consigue incluso calmar su dolor más que los sedantes que, cada atardecer, le suministran
por la vía intravenosa de ese suero que es ya parte inseparable de su ser.
Como
cada día, llegas apresurado con la intención de relevar a tu madre, su nuera,
que no tolera que su padre político —aunque en su corazón hace tiempo que borró
para siempre ese adjetivo— pase un solo segundo a solas durante el tiempo permitido
de visitas. Pocas hijas biológicas podrían regalar una actitud más humana, eso
los dos lo tenéis bien claro. Ella no es muy dada a entrar en ese tipo de
deliberaciones, no le interesa; se limita a entregar a sus seres queridos, sin
esperar nada a cambio, sus mayores tesoros: su tiempo y su ternura. Y punto. Añado
también que es bien cierto que tú algo has heredado de ella…
Pero
tampoco hoy se despide en cuanto tú llegas, no, te entrega algo, ejecuta un
significativo gesto levantando la barbilla y espera impaciente a que saques de esa
vieja carpeta que acabas de heredar de él —y a la que le queda solo una de las
gomas de sujeción, aunque mantiene en buen estado las fotos de los jugadores de
su equipo de fútbol con las poses de unas épocas más ilustres— uno de los
cuentos escritos con la característica letra de aquella maravilla de la técnica
como era vuestra máquina de escribir Olivetti Lettera 32, que pasó de
generación en generación hasta que los modernos ordenadores la relegaron a un
apresurado olvido.
En
ese momento ya sabes que el día de hoy va a ser especial. Eliges un folio al
azar y después observas con atención el título escrito en él: «Las musas
también tienen su corazoncito». Lo enuncias con voz seria, como de doblaje, e
intuyes —o quieres ver— una ligera reacción de alegría en el rostro de tu
abuelo; te dispones a comenzar su lectura cuando tu madre interviene exaltada…
—Hijo,
¿te acuerdas de ese cuento?, es de los que más me gustaban…
—Pues…
no, ¿debería acordarme?
—¡Han
pasado tantos años…! Es curioso, antes eras tú el que no podía dormirse si
antes no te contaba un cuento tu abuelo…
»Tú
le pedías que te contara uno y él se lo inventaba para ti, incluso alguna vez los
terminasteis juntos. Creo recordar que este era uno de vuestros favoritos. ¡Qué
curioso!, él no los recuerda porque es ya muy mayor y además está esa maldita
enfermedad… y tú porque entonces eras aún muy pequeño. Tu abuelo ya vivía con
nosotros al haber enviudado demasiado pronto y le recuerdo muy bien pasando a
máquina, cuando volvía de trabajar, los textos que la noche anterior había
garabateado en el primer folio que encontraba. Escribía con solo dos dedos,
aporreando las teclas, pero yo siempre he recordado esa imagen con muchísimo
cariño, por todo el que él ponía en ello. Después los guardaba con mimo en su
querida carpeta. Creo no equivocarme si te digo que gran parte de esos relatos
están ahora en tu poder dentro de ese ajado pero inestimable regalo. Por
cierto, no te he dicho todavía que esta tarde ha logrado transmitirme, en un corto
momento de lucidez, que le haría mucha ilusión que te la quedaras tú y le
leyeras algo de vez en cuando, lo que tú quieras…
***
Hacía
unas líneas que ya no oía su cansada e irregular respiración y que su vista
había abandonado el folio para, recordando ahora sí, como por arte de magia, cada
palabra con nitidez, concentrarse en el rostro, sereno, de su abuelo y en su
cuerpo, ausente ya para siempre; acababa de dejar atrás su otoño particular y
se dirigía con premura al insondable abismo del invierno eterno. Cuando el
joven hubo terminado la última estrofa, comunicó el fatal desenlace a la
enfermera de guardia con un grito mesurado y a su madre a través del móvil. A
continuación, besó la cara sin vida pero aún cálida de aquel ser que seguía
pareciéndole un gigante y lo abrazó como nunca había abrazado a nadie. Después
se derrumbó. En ese momento descargó toda la tensión acumulada durante los
últimos meses con una serie de puñetazos sordos y no exentos de ira en las
paredes mientras corría el riesgo de deshidratarse derrochando lágrimas. Cuando
consiguió relajarse algo, se prometió a sí mismo hacer realidad la esencia del
cuento de su abuelo que acababa de narrar, extrayendo y juntando las frases más
imaginativas y poéticas de cada uno de los demás.
***
Abandonas
un día más el camposanto. Hasta ahora el tiempo invernal ha respetado todas y
cada una de tus lecturas y no has necesitado proteger los valiosos folios de una
lluvia que, respetuosa, se ausenta con cualquier excusa durante tu estancia
allí, y tú bien que se lo agradeces. Eres muy consciente de que de la retahíla
de recuerdos que en los últimos tiempos frecuentan y se alternan en tu activa
mente, uno con la cariñosa voz de tu madre se repite con más frecuencia que el
resto:
«Me
dijo que le haría mucha ilusión que te la quedaras tú y le leyeras algo de vez
en cuando, lo que tú quieras… Incluso cuando él ya no esté, me prometió
escucharte…»
© Patxi Hinojosa Luján
(13-14/10/2015)
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