El
silencio es quebrado por los cazas que, como en ocasiones anteriores, exhiben
con alardes sus velocidades y aceleraciones extremas y desafían al sonido emitiendo
un siempre inesperado estallido al romper su barrera. Quizá por ello abro los
ojos; al hacerlo dejo patente un recelo que esconde el terror más absoluto y la
respuesta es la misma desde hace, calculo, ya casi una semana: la luz se ha
olvidado de mí, me acorralan las tinieblas.
A
pesar de lo poco que he tenido ocasión de visitar, sé que me estoy perdiendo un
panorama mágico, de ensueño; un paraje privilegiado al poseer el espectacular
paisaje, único y cautivador, de un parque natural. Por esa razón lo visitan
miles de personas cada año, y por ello me decidí yo a hacer lo mismo.
Pues
bien, resulta que ahora no puedo verlo ni disfrutarlo, no en la actual tesitura.
A duras penas, después de dejar que mis pupilas se dilaten hasta su máximo diámetro,
distingo una vez más algo del espacio que me rodea; pero tampoco puedo
recorrerlo en su totalidad, los grilletes de hierro roñoso que aprisionan y dañan
mis muñecas lo impiden; tengo que conformarme con aprovechar los escasos tres
metros de margen que me ofrecen sus cadenas para evitar que mi cuerpo se quede
congestionado; aun así, no te daré la satisfacción de vislumbrar atisbo alguno
de deterioro físico o mental en mí, no mientras las fuerzas me acompañen.
Me
quita el sueño no saber nada respecto a tus intenciones puesto que, después de que
me abordaras amparado por tu disfraz de buena persona, de esos que esconden artimañas
y engaños, al final te limitaste a emplear tu superioridad física para encerrarme
sin ninguna explicación, junto con gran parte de mis ilusiones, en el sótano de
esta edificación abandonada. Nunca imaginé que tanta advertencia haciendo
hincapié en el riesgo que supone un viaje en solitario de una chica, con una
mochila pegada a la espalda, pudiera tener base real, pero ahora tengo que
aceptar lo equivocada que estaba; también lamento mi cabezonería al insistir a
mis padres en que no daría señales de vida hasta regresar a mi nido de soltera,
pese a sus ruegos para que enviara noticias con cierta frecuencia. Pero claro,
a ti qué te importa cómo pueda sentirme yo en estas circunstancias, ni si por
un casual quisiera cambiar mi actitud para tranquilizarlos…
Me
produce un cierto rubor pensar que a poco que lo intente puedo ver con claridad
tu cara representada en mi cabeza. Hago la prueba ahora y no me sorprendo al
recordar esa cara de niño triste que pareciera que no ha roto un plato en su
vida y que destila un punto de amargura, de sufrimiento, de lucha interior; ¿cómo
alguien así puede ser responsable de tamaña crueldad, acaso tienes alguna
explicación que ofrecerme?
Tengo
hambre, y sed. Supongo, o eso quiero pensar porque ayer apareciste más tarde y con
más prisa de lo habitual, que ya no tardarás en venir a tirarme al suelo mi
ración diaria, como si fuera una apestada, o porque temes enfrentar mi mirada
aun en las sombras que reinan en tus visitas. Ahora recuerdo que ayer, cuando lo
hiciste, creí oírte un gruñido de malestar, pienso que tampoco tú toleras el
hedor que se acrecienta con las horas; el retrete, que sirve de asiento para
todo, no brilla por su limpieza e higiene y me temo incluso que no cumple su
función como debiera. Lo que daría por una buena ducha en libertad, o un baño
con sales aromáticas, no voy a andarme ahora con remilgos. Es extraño, por
surrealista que parezca a veces me sorprendo sorprendiéndome, como ahora, que desconozco
de dónde puedan salir esos toques de humor.
Aunque
tengo mucha hambre porque hoy al final no has venido y mi estómago protesta ya
tanto que acalla los sonidos de las cadenas, tengo aún más sed y me cuesta humedecer
el reseco paladar pese al empeño que pongo. A duras penas soporto esa sensación
en la boca y, aunque quisiera, no conseguiría hablar con algo de fluidez, menos
aún gritar. También sé que mis gritos de poco servirían, imagino que te has
asegurado de que afuera no se oiga nada de lo que acontece aquí y que para
cualquier espectador esta no es más que una construcción a evitar por su
difícil acceso y el peligro de posibles derrumbes.
Debo
dejar ya de compadecerme y empezar a aprovechar la claridad mental que atesoro
como el único valor positivo de mi soledad en esta oscuridad física, incluso a
sabiendas de que en estas circunstancias no soy dueña de mi propio destino.
Pero será ya mañana, el agotamiento hace mella en mí y me sumerjo en el que
intuyo será un nuevo sueño inquieto e inquietante.
Me
despierto ya sin prisas por abrir los ojos, total, para qué… Es como si el
tiempo se hubiera detenido: siempre la misma negrura, la misma angustia, el
mismo vacío, el mismo silencio cuando no lo rompen los militares. Un silencio
que el resto del tiempo se me hace más y más insoportable. Un silencio a veces
enemigo, a veces confidente. Y sigo sin noticias de ti. No puede ser que me
hayas olvidado y me vayas a dejar aquí, así, abandonada a mi cruel destino. En
este punto no sé si preocuparme todavía más o empezar a esperanzarme.
¿Sabes
qué?, he soñado que el otro día, cuando nos encontramos, te limitabas a
indicarme la ruta para llegar aquí y después desaparecías silbando una canción,
levantando el polvo del camino, con un niño asido a tu mano. ¿Por qué no me
deparó esto el destino aquella tarde, por qué? Sí, ya sé que ni tú ni nadie me
va a responder, pero no puedo ni debo acallar los desahogos mentales, en esta
coyuntura son de mis pocos aliados.
Hace
tres sueños largos ya que no hay ninguna novedad, y como además empiezo a
perder las referencias temporales, desconozco si ahora es de día o de noche, si
estoy controlando los ciclos de veinticuatro horas, si… ¿Cuándo piensas venir?,
¡joder, no puedes dejarme así, maldito seas!
Me
dejo ir y bajo a un nivel de consciencia inferior.
Creo
que he perdido la apuesta contigo, tío, mi aspecto a estas alturas de la
historia no debe de ser muy digno que digamos, ¿verdad?, ¿por qué no vienes a
cobrártela, eh?
¡Un
momento!, debo impedir que me abandone también la lucidez. A ver, chica, no has
hecho ninguna apuesta con ese malnacido, no tienes ninguna confianza ni nada
que ver con él. Apago la sonrisa boba que se había dibujado en mis resecos
labios en ese momento de debilidad extrema. Esa debilidad es la responsable de que
lo único que desee en estos instantes sea cerrar una vez más los ojos para
cambiar el matiz de la oscuridad, con la esperanza de despertarme en un
universo paralelo en el que esta experiencia no sea ni siquiera una
posibilidad. Pero empiezo a descartarlo antes incluso de sumergirme en el frecuentado
mundo onírico.
Me
despierta el sonido de unas gotas al golpear en el que será el único tramo liso
de la cañería de agua al no estar oxidado, y que en este silencio me parece resonar
con la fuerza de una tormenta. O puede que lo haya hecho esta sensación tan
molesta en mis brazos, no sé. En todo caso las gotas deben de ser de sangre
porque, aunque no acierto a distinguirlas, noto en una de mis muñecas la
irritación producida por el roce del hierro oxidado, y cómo aquella evita la
postilla arrancada y resbala por mi antebrazo. No lo dudo ni un segundo y aprovecho
mi propia esencia; su sabor se mezcla con el de las partículas de óxido y noto
que ambos se asemejan en el ligero dulzor. Ya he dejado de sangrar, tendré que
confiar en que no tardes en traerme algo con lo que alimentarme. Pero cada vez
confío menos en mi confianza; tú no contradices mi intuición y sigues sin
venir.
Tengo
mucha sed. Me vence el sopor pero hago un sobreesfuerzo para recordar que la
llave de paso del agua, que no he llegado a encontrar, estará cerrada dejando al
pequeño lavabo de la pared como un simple adorno en mi eterna noche; también
que la cisterna del retrete la oigo al otro lado del tabique. Así es que una
vez más me resigno a mi suerte, dejo de respirar y tiro de la cadena; evitando
las lógicas arcadas por la cercanía de inmundicias sin evacuar, acumulo en el
cuenco de mis manos algo de agua que alivie mi sed, mientras aumenta mi
repugnancia por todo lo que me rodea, incluida yo misma. Bebo un par de sorbos
y utilizo el líquido restante para refrescarme la cara. Vuelvo a dormirme.
***
Algo
me despierta. Noto cómo se agrieta el silencio y también cómo, por alguna de
sus fisuras, me llegan unas voces lejanas que adquieren en mi cabeza la
sonoridad de un coro celestial. Me asalta una duda: ¿No me habré muerto,
verdad? No, los difuntos no pueden sentir dolor y a mí estas muñecas me están
matando. Las voces se oyen cada vez con más volumen, más cerca; distingo dos.
Inspiro lo poco que puedo debido a mi fragilidad y lanzo un grito de auxilio
que nace mudo porque ni yo lo oigo. ¿Qué esperabas, después de todo este tiempo
de penurias? —Justifico para mis adentros—. Pero sé que es cuestión de insistir
y al tercer intento, con gallo incluido, consigo hacer vibrar el aire con mi
petición de auxilio.
—¡Ayuda,
por favor, estoy abajo, en el sótano! —me desgañito como si me fuera la vida en
ello, porque me va.
Al
segundo de emitir ese grito de socorro quedo helada, un vuelco en el corazón me
recuerda que la angustia no es recomendable para nadie, y menos para alguien
que, como yo, sufre de episodios de arritmias extrasístoles; y es que por un
momento pienso que una de las voces pudiera ser la tuya y que vienes acompañado
para presumir de presa y exhibirme como tal ante una compinche —sí, una, ahora
distingo a la perfección una voz femenina junto a la masculina— y me recorre un
escalofrío desde la nuca hasta los tobillos; mas enseguida interiorizo
positivismo y aparto esa idea de mi cabeza visualizando mi pronta liberación.
—¿Hay
alguien ahí abajo, necesita ayuda? —oigo, esperanzada; su decidida respuesta me
inyecta energía.
—¡¡¡Por
favor, sáquenme de aquí…!!! —suplico en el momento en que un rayo de luz se
pasea delante de mis ojos, que se cierran por instinto como autoprotección.
Demasiado tiempo viviendo entre tinieblas, necesitaré una adaptación progresiva
a la luz, pero la sola mención a esa posible certidumbre me anima a insistir…
—Estoy
encadenada, casi no puedo moverme —añado ya más relajada, y me dejo caer sobre
el frío y único asiento.
Abro
poco a poco los ojos, con precaución, protegiéndome como puedo con mis
doloridas manos. Intento enfocar donde supongo están mis salvadores y al rato
compruebo, con gran alegría, que no eres tú ninguna de esas dos figuras algo
borrosas aún; no podría no identificarte... Han dejado abiertas cuantas puertas
y ventanas han encontrado a su paso, porque la estancia disfruta ahora de una
penumbra que se me antoja deslumbrante. Enseguida me tranquilizan:
—No
tema nada, señorita, somos militares de la base cercana. Estábamos paseando
aprovechando nuestras horas de asueto y los dos hemos tenido a la vez el impulso
de entrar a explorar la vieja cabaña que todos los compañeros conocemos de
siempre; como nuestros superiores nos habían «recomendado» no entrar por el
riesgo de derrumbe —ahora vemos que no hay para tanto—, hasta ahora ni se nos
había ocurrido. Lo de hoy ha sido extraño; tener los dos la misma idea, así, al
mismo tiempo…
—Déjate
de rollos, compañero —interrumpe impaciente la chica mientras examina los
grilletes—. Perdone señorita, ahora lo importante es sacarla de aquí. Me temo
que sin la llave no podremos liberarla, avisaré a la base para que nos traigan
algo con lo que intentar forzar la cerradura.
Dicho
y hecho. Mi salvadora sale de la estancia para conseguir cobertura y hacer esa
llamada. Mientras, su compañero me interroga de manera informal con tanta
delicadeza como profusión de palabras, queriendo saber todos los detalles, pero
haciendo hincapié en los de mi agresor. Me tranquiliza.
—Ya
está —dice quien ahora veo como una risueña joven que cuando habla intenta
aparentar más edad de la que tiene en realidad—, enseguida vienen.
—¡Perfecto!
—responde él sin pararse a pensar si ha interrumpido o no a la chica—. En
cuanto la hayamos liberado la llevaremos con nosotros para curarle esas
heridas, tomarle declaración para rellenar el atestado; y avisar al juez de
guardia, claro.
Pasan
unos minutos que ya no se me hacen tan eternos y en los que ellos dos hablan
entre sí y conmigo; en los que entran y salen del cuarto, aunque nunca me dejan
sola. Me las apaño para aparentar digna y comparto con los dos mi inquietud al
imaginar que tú pudieras aparecer en cualquier momento y no poder prever tu
reacción. Ellos me calman al instante, portan sus armas reglamentarias y han
dejado atrancada la puerta de acceso principal que ya tenían cerrada con el
propósito inicial de disfrutar de algo de intimidad…
—Pero,
por favor, que esto no se sepa en la base, no diga nada a nuestros compañeros
cuando estemos allí —me solicitan al unísono con sendos guiños que consigo
apreciar, no sin dificultad, lo que refuerza mi confianza—, no queremos hacerlo
oficial, no por ahora.
Inspiro
y expiro el rancio aire de la estancia, sin prisas. Después suspiro. Me está
llegando el bajón después de tantas emociones contrapuestas; a pesar de que ya
estoy relajada, o quizá por ello, empiezo a sentirme muy cansada. Les pido
disculpas y cierro los ojos. Sueño con una pequeña y quebrada montaña que me
resulta familiar por su forma piramidal, con peñas de bellos tonos ocres aquí y
allá. Y no hay ni rastro de ti, por un momento pienso que has desaparecido por
completo de mi vida y siento como si pudiera volar al habérseme quitado un
enorme peso de encima, por un momento…
***
Parece
que hubiera dormido semanas, noto mi cuerpo descansado y en calma. Parpadeo
hasta que puedo fijar la mirada. Estoy en una oficina con varias mesas de
trabajo, pero nadie ocupa su puesto porque todos me rodean como si observaran
un fenómeno extraño. Sonrío, nerviosa, y saludo con un tímido movimiento de mi
mano izquierda; al hacerlo, observo las vendas en ambas muñecas y constato que
me han aseado y que porto ropa nueva y limpia, ropa militar. Solo siento
agradecimiento. Entonces caigo en mi error. No todos están a mi lado. Mirando
más allá del grupo aprecio un habitáculo, hecho en madera noble y cristal,
destinado al jefe de la unidad tal y como reza la placa: Coronel Gardenias;
dentro, con la cabeza gacha, estás tú.
Se
me cae el alma a los pies. Mis salvadores aprecian un cambio súbito en mi semblante
y con la discreción que impera en el lenguaje de señas me preguntan qué me
pasa; les respondo con un ligero movimiento de mi barbilla en dirección a la
oficina acristalada y asiento cuando me inquieren con otro elocuente gesto si
es él, si es el joven al que su coronel está firmando un albarán de entrega
quién me secuestró.
Les
agradezco a todos su preocupación para que así puedan continuar con sus labores
y que el momentáneo alboroto lo puedan aprovechar mis bienhechores para, con
disimulo, acercarse hasta su objetivo y cogerlo desprevenido. Temo que el hecho
de que vayan acariciando las culatas de sus armas pueda delatarles, pero no es
el caso, tú continuas con la mirada perdida en ninguna parte incluso cuando, al
más puro estilo policial, te leen tus derechos mientras te esposan. Solo
después de estar inmovilizado levantas la cabeza, buscas con la mirada, me
encuentras, lees en mis ojos y sonríes con tristeza, confirmando que te has
quitado una losa de encima. No incluyes ningún gesto que indique que te
arrepientes de lo que has hecho, que me pides perdón. ¿Pero sabes?, no es
necesario. Yo ya sé que lo lamentas, y no por ti, sino por mí. No me preguntes
cómo, no sabría contestarte. Y sé también que te ha dado vértigo constatar que
yo ya te he perdonado, cuando tú aún no tienes nada claro si llegarás a hacerlo
algún día, si lo lograrás antes de…
Esa,
créeme, es y será tu mayor condena.
***
Cuando
lo peor ya ha pasado, mis ángeles particulares buscan un hotel para mí en una
población cercana y me tranquilizan al asegurar que adelantarán el dinero de su
bolsillo hasta que mi agresor sea interrogado y yo recupere las pertenencias
que me arrebató y pueda volver a organizarme. Los dos jóvenes militares, de los
que no conozco sino su versión de «uniforme de paisano», tienen unos días
libres como recompensa por su acción e insisten en acompañarme allí hasta que
me instale. Una vez hecho esto, bajamos a la cafetería y, después de contarnos
nuestras respectivas vidas frente a unas consumiciones, en una escalada de
confianza preguntan por mis proyectos, por mis sueños. Mientras la expresión de
mi rostro les hace destinatarios de mi gratitud más profunda, mi respuesta
brota con inocencia de lo más hondo de mí antes de que pueda meditarla:
—Hoy,
ahora, solo quiero dormir, ya soñaré mañana…
FIN
© Patxi Hinojosa Luján
(15/05/2016)
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