Observo cómo frecuentas desde hace varias semanas
los alrededores de la casa de mi infancia; no contaba con que te fueras a
acordar de ella y recuerdo ahora con una sonrisa desubicada que siempre me
sorprendió tu capacidad para sorprenderme.
Si te contemplo desde aquí es porque
te estoy esperando, ya siempre lo hago. En la mayoría de las ocasiones te sueles
acercar a cámara lenta, como con recelo, para enseguida desaparecer; aunque hay
días en que debes sentirte algo más animado pues veo que permaneces un rato
apostado ahí abajo, golpeando con rabia y violencia árboles y farolas, e incluso
te atreves a levantar la mirada y clavarla en una ventana cerrada tras cuya
cortina corrida te observo invisible junto a mi cruel destino. Creo que son
esas las ocasiones en que tú me presientes, lo distingo en unos cruces de
miradas que no podrían lastimarme más al no hacer otra cosa que provocar
chispas de imposibilidad.
Mientras sigo atrapada entre dos
mundos, acepto que a otras miradas pudiera parecer que merodees, que siempre
estés merodeando, aunque yo lo desmienta al conocer de buena mano tus
intenciones últimas. Es más, tengo la convicción de que no cejarás en tu proceder
hasta que alguien pueda hacerte comprender…
Porque deberías saber que por una
ley cósmica esencial, a mí me es imposible intentar convencerte de que lo que
sucedió no fue culpa tuya. Ese día no tenías ganas de salir, y yo no debí subir
sola al monte y menos aún hacerme aquella maldita autofoto —¿selfie lo llaman ahora?— al borde de un
precipicio al que tú tenías un miedo irracional por tu vértigo al vacío; como
el que ahora, ironías de la vida, te envuelve por mi ausencia.
¡Cuánto extraño tu calor!, ¿te
he dicho ya que te sigo queriendo…?
© Patxi Hinojosa Luján
(26/10/2017)
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