De
un tiempo a esta parte, y siempre que los tiempos me lo permiten, me obligo a ir
caminando al trabajo. ¿Que por qué escribo «tiempos», así en plural?, porque quiero
indicar que, aparte de que no tiene que hacer muy malo, para no llegar empapado,
también necesito disponer del suficiente margen de minutos que me permita no
tener que ir corriendo y llegar a la oficina sudando por cada poro de mi piel y
con el corazón acelerado a mil cuando aún no ha comenzado la jornada laboral.
No ofrecería una imagen digna, no lo haría.
Pues
bien, cuando se dan las circunstancias favorables intento disfrutar de mi paseo
con tranquilidad mientras carteras, bolsos y codos de muy diversos colores y orígenes
confraternizan de una manera fugaz pero violenta con mi cuerpo al grito, a
veces, solo a veces, de un «¡lo siento!» o un «¡disculpe!». Yo no me enfado, es
más, compadezco a sus propietarios por no haber sabido ajustar sus tiempos, y continúo mi
camino, ufano, como si no hubiera pasado nada.
Hace
unas semanas reparé en ti al verte recogiendo tus pertenencias, con premura, del
espacio destinado a un cajero automático, pensé que en un intento de eludir
cruzarte con los empleados más madrugadores de la sucursal y evitar así
conversaciones tan desagradables como inútiles, que yo imagino como frases
girando en un círculo vicioso sin llegar a ninguna solución práctica. Desde
aquel día te he visto varias mañanas más, siempre en la misma entidad bancaria
cuyo pequeño habitáculo has convertido en incómoda pero gratuita pensión.
Cuando
al atardecer de esos días con tiempos favorables, cansados cuerpo y mente,
vuelvo hacia mi hogar con parsimonia, realizando el mismo recorrido pero a la
inversa, suelo volver a verte embutido en tu papel de músico callejero y me
permito detenerme unos momentos, algo alejado de ti por discreción, para
disfrutar con las notas que extraes de esa vieja guitarra acústica mientras las
acompañas con tu voz. He de reconocer que el conjunto suena muy agradable. Es
cierto que no eres ni un Paco con el instrumento ni un Miguel con la garganta,
¡ni lo tienes que ser! Joaquín, por ejemplo, tampoco, a él le sobra con las
mágicas letras que extrae de su cabeza mientras se apoya en una barra de bar o,
ahora cada vez más, en su escritorio vintage.
Como él, usas sombrero, pero en tu caso colocado del revés en el suelo presto a
recibir nuestra caridad. Este momento lúdico, que se me hace ya tan familiar,
ayuda a que regrese a casa con algo más de paz interior de la que poseía al
salir de la oficina, aunque me sienta impotente al ser incapaz, por el momento,
de hacerte partícipe de ello.
Hoy
tampoco ha amanecido lloviendo ni me han seducido las sábanas más de lo
necesario, por lo que espero volver a verte. En mi segundo paseo del día, el de
vuelta, has conseguido alegrarme una jornada más. Esta tarde tu rostro dibuja
un gesto menos nublado y creo adivinar una sonrisa, sospecho que donde nadie
más lo hace. Pero sospecho mal. No retiras la vista de un grupo de atentos escuchantes.
Al focalizar bien, has identificado en él, con total nitidez, a una elegante
mujer que, al igual que yo, también la ha apreciado; intuyo que el hecho de que
la barrera del orgullo mal entendido que le acompañara durante tanto tiempo haya
desaparecido por completo de su ser ha ayudado lo suyo a propiciar tan emotivo
reencuentro.
Yo
también he identificado a nuestra madre.
¿Sabes?,
papá nos dejó. Bueno, ya sé que lo sabes. Pero te eché en falta a mi lado aquel
día cuando le despedimos, ¡no sabes cuánto!... a no ser que fueras tú el que se
resguardaba del fuerte viento y de la lluvia bajo aquel apartado y hermoso
ciprés. En muchas ocasiones sueño que hacéis las paces los dos, él lo estaba
deseando y hasta se sentía orgulloso de que te hubieras llevado su guitarra,
aunque no acumuló la valentía para hacértelo saber; en otras muchas que aquella
fatídica discusión (a estas alturas, ¡qué importa quién tuviera razón!), y a
modo de desagravio, no presenta el tres contra uno que fue en realidad.
¡Ojalá
hubiera una manera para que pudiera prestarte mis sueños…! ¿Me pasas tu
dirección de correo onírico?
***
Al
igual que mamá, aún no estoy preparado para dar el paso definitivo de la
reconciliación, aunque lo desee tanto. Quiero que lo sepas…, ya veré cómo
me las ingenio.
***
Es
casi noche cerrada y se ha levantado un molesto viento. Mientras un grupo de
personas se aleja de él, un cantor callejero se apresura a recoger sus
pertenencias empezando por su ajado sombrero, no vaya a ser que se dispersen y
pierdan las ganancias del día; hay que evitarlo como sea, corren tiempos
difíciles. Se extraña al ver entre las monedas un sobre cerrado. Enseguida
descarta que contenga billetes, acaba de darle la vuelta y leer que lleva algo escrito:
«El viento del cambio». Su cuerpo se
estremece y no puede evitar empezar a llorar de emoción sin saber todavía por
qué. Es en ese preciso instante cuando cae en la cuenta del extraño tipo que acababa
de acercarse a depositar algo, nervioso, parapetado detrás de una bufanda que
le llegaba hasta los ojos y al que todavía, aunque en la lejanía, cree distinguir.
Esos ojos, está seguro, han recuperado para él la memoria del brillo que tenían
cuando ambos se miraban como hermanos.
© Patxi Hinojosa Luján
(07/01/2016)
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