Sabía
qué era lo que le excitaba sobremanera a su pareja, por lo que solía esperar a
que a este le venciera el sueño para iniciar su protocolo de caricias. Aguardaba
con sigilo al cambio en su respiración, de sobra conocido por habérsele hecho
tan familiar con el paso de los años; era desde hacía tiempo la señal que daba
el pistoletazo de salida a sus estrategias de seducción.
Empezaba
centrándose en su cabeza, con calma, muy despacio, partiendo desde la nuca para
ir subiendo sin prisa alguna. Las yemas de los dedos índice, corazón, anular y
meñique de su mano izquierda se adentraban en la selva de su suave cabellera
ejerciendo la presión justa para conseguir su propósito que no era otro que el rozar
con levedad su cuero cabelludo en una caricia que pareciera levitar. Mientras,
su mano derecha exploraba la sinuosa superficie del familiar y masculino tórax simulando
encontrar a la altura de su ombligo una frontera, que teatralizaba en un
principio como infranqueable, que impedía el paso hacia el prohibido universo que
al final siempre acababa encontrando allí abajo, más al sur. Para esos
momentos, sus labios y sus lenguas ya jugueteaban por libre con el beneplácito
de ambos actores.
Toda
esta puesta en escena, tantas veces ensayada como ejecutada, surtía en breves
instantes el efecto deseado, para satisfacción de los dos miembros de la
pareja, al percibir con claridad en esos cuerpos ávidos de lujuria un ejército
de vellos de punta y algunos otros signos más, más elocuentes por su carga en
exclusiva erótica. Y eso que ya no eran unos niños, llevaban varias décadas con
sus juegos amatorios.
No,
ya no eran unos niños, y es por eso que empezaban a flojear capacidades, como por
ejemplo la de la memoria. Sin ir más lejos, no hará ni una semana, ella comenzó
su ritual como tenía por costumbre, con toda naturalidad y tranquilidad, sin
advertir un pequeño pero muy importante detalle: era noche de luna llena y
llegó un momento en que esta se dejó ver en todo su esplendor a través del despejado
ventanal de la habitación. Cuando se percató de su olvido, reaccionó a tiempo de
cesar en sus caricias para que su pareja no notara el brusco cambio de sus suaves
dedos convirtiéndose en afiladas garras. Salió de la habitación antes de que le
pudiera delatar también su aspecto general cuando huía por la puerta mostrando
un peludo y oscuro rabo y un andar diferente, ahora a cuatro patas. El hecho de
que la habitación se mantuviera en penumbra se convirtió en su aliado, tanto
como el que él durmiera sin sus gafas progresivas. Para suerte de ambos, también
su sueño era profundo si no mediaba la provocación de la piel y para cuando fue
abandonado por la compañía de Morfeo, la visita matutina del Sol acabó por normalizar
la situación.
No
lo dejaría pasar más —pensó, decidida, ella—, al día siguiente iría sin falta a
visitar al doctor, aunque sabía de sobra que le iba a diagnosticar un principio
de la enfermedad de Alzheimer para la que, de momento, no le podría dar ningún
remedio eficaz. Lo otro no se lo mencionaría, en pura lógica, era su sino y
tendría que convivir con él durante el resto de su eternidad. Además, no era
cuestión de revelar su secreto ni de alarmar a sus vecinos ahora que, después
de varias relaciones, había conseguido adquirir un autocontrol derivado, sin
duda, de la nacida necesidad de conservar la relación con su último compañero durante
el resto de los días y, ¡cómo no!, de las noches que le quedaran por disfrutar a
este.
Pero una
cosa estaba clara: esa enfermedad iría avanzando y mientras la luna llena les seguiría
visitando cada veintinueve días y medio: tendría que hacerse con una buena
agenda, de esas que no escatiman en profusos datos gráficos, y que pudiera
tener siempre bien visible sin levantar sospechas; y, ¡claro está!, acordarse
de consultarla a menudo…
© Patxi Hinojosa Luján
(19/01/2016)
No hay comentarios:
Publicar un comentario