La
elegante fachada de piedra nos anuncia un establecimiento de principios del
siglo pasado que no es sino el típico bar de larga barra en la que no se
escatimó el uso del mármol, detalles de madera tallada por doquier y techos
inalcanzables, en una de cuyas esquinas una araña de considerables dimensiones
ha tejido su trampa mortal con la tranquilidad de que María Fernanda, la chica ecuatoriana
encargada de la limpieza, no la destruirá; no podría hacerlo ni subiéndose a la
escalera más alta de entre las pocas que pueden poner a su disposición allí.
Hoy
es día laborable y, debido a la crisis, la clientela escasea en contraste a los
tiempos de esplendor; de eso no hace tanto. Sentada a una de las mesas, la que
está más alejada de la puerta de entrada y en la que hay una consumición sin empezar,
una joven con porte elegante mira varias veces seguidas el reloj. Lo hace de forma
inconsciente al no fijarse en la hora que ve, aunque de sobra sabe que él llegará
ya con retraso. Su gesto denota resignación, más que impaciencia, y acaba por
dejar encima de la silla contigua a la suya el ejemplar del Quijote y la rosa
roja que hasta entonces portaba en su mano izquierda. Justo en ese momento hace
entrada en el local un joven con maneras apresuradas. Busca a alguien y
enseguida la ve, sentada a lo lejos. Se dirige hacia su posición, no sin
inquietud.
—Buenas
tardes, señorita, ¿le importa si me siento aquí con usted?
—No.
Como quiera, estoy sola y no espero a nadie. Mi nombre es Angelina —indicó la
chica sin reflejar el más mínimo entusiasmo.
—He
visto su libro y la flor y me he dicho: ¡qué casualidad, tenemos los mismos
gustos! ¡Ah!, mi nombre es Leonardo.
—¿Sí?,
¡pues qué pena que no sea Brad y que yo no haya podido darme cuenta de lo mismo
porque usted no porta ni libro ni rosa! —soltó, enfadada.
Se
hizo el silencio mientras la pareja se miraba a los ojos sin mediar palabra
alguna. La situación se iba tensando por momentos cuando él tomó la iniciativa.
María Fernanda se percató de que se avecinaba tormenta y, antes de dirigirse al
almacén, guiñó un ojo, cómplice, en dirección a la esquina de la telaraña.
—Lo
siento, cariño. Al salir del trabajo me he liado con los amigos y se me ha
echado la hora encima. He tenido que venir corriendo y no he podido traer lo
que acordamos.
—¿Ca-ri-ño?,
¡pero si no te acordabas ni del nombre que acordamos para ti, ca-ri-ño! La
verdad es que he sido una ingenua al pensar que simulando esta especie de
encuentro fortuito, como si fuéramos dos desconocidos con algo en común, se podría
reavivar algo de lo que hubo entre nosotros… hace tanto tiempo ya que ni me acuerdo.
—Podemos
seguir con el plan previsto, ¿no te apetece?, seguro que todo se arregla.
—De
eso puedes estar bien seguro. Todo se va a arreglar porque lo nuestro se ha
acabado para siempre. Esta era una nueva oportunidad, una más, la última, y la
has vuelto a desaprovechar, como todas las anteriores. ¿No te das cuenta de que
ya no puedo más, de que ya no tengo fuerzas para seguir poniendo todo de mi
parte sin recibir nunca nada a cambio?
—Pero,
cari…
—¡No
me vuelvas a llamar así, acabo de decirte que entre nosotros ya no hay nada! Y
te diré más, esta noche ni se te ocurra venir a casa a dormir, necesito estar
sola. Tú verás dónde la pasas, aunque no dudo de que tus amiguetes te rifarán
para que lo hagas en sus casas.
—¡Lo
siento, de veras que lo siento! —sollozó al levantarse de su plaza.
—Pues
yo no, ya ves. Y doy gracias a quien sea que haya propiciado que no tuviéramos
hijos. ¡No sabes cómo lo agradezco! Por cierto, mañana no pases muy pronto por
casa, quiero antes tener contactada cita con un abogado para que nos tramite la
separación cuanto antes y así poder comentarte los detalles que sepa para
entonces. Si estás de acuerdo conmigo y nos la lleva el mismo nos saldrá más
barato, ¿te parece?
—Haz
como mejor veas, yo no tengo ni la cabeza ni el ánimo para pensar en nada en
estos momentos —acertó a decir a la vez que intentaba darle un último beso, en
la mejilla.
—Ahora
no te despidas, desde hace tiempo estás ya demasiado lejos de mí para poder
hacerlo —soltó ella, con dureza, apartando la cara para retirarse de la
violenta escena.
Él
sale del bar y de su vida sin mirar atrás, cabizbajo. Ella paga una consumición
que sigue intacta en su mesa y también se dirige a la salida, pero en su caso
con la cabeza bien alta presta a comenzar una nueva vida.
El
local se ha quedado vacío de clientes y María Fernanda aprovecha para limpiar
sin tener que incomodar a nadie. Mientras, en un rincón inalcanzable para ella
una araña se pregunta qué cenará esta noche, su red sigue tan vacía como lo
están el bar y el cuaderno de propósitos de Leonardo, Brad o como en verdad se
llame.
© Patxi Hinojosa Luján
(08/01/2016)
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