lunes, 18 de agosto de 2014

Ella


Ella es una chica de costumbres invariables. Y tú lo sabes. Sabes que llega y entra a su oficina, con cara de no muy buenos amigos, a las 7h55 de cada mañana, luzca el sol o llueva a cántaros, siempre a esa hora. Intuyes que es para tener ya encendido y listo su ordenador de trabajo a las 8h, que es cuando debe comenzar su jornada laboral. También sabes que a eso de las 13h05 baja con su bolsa de comida al parque que está justo enfrente del edificio que acoge su oficina, y se sienta en su banco preferido, que casi siempre va a encontrar vacío debido a su ruinoso estado… lo eligió justo por ese motivo, lo que te hace gracia. Y que a las 13h25 recoge sus cosas y se retira de nuevo hacia su puesto de trabajo, que abandona a las 16h30; lo sabes porque aparece por el portal a las 16h35, siempre puntual, y ello denota a tu parecer que la monotonía no escasea por allí. Y lo sabes porque una y mil veces la has observado desde prudente distancia y procurando siempre pasar desapercibido, como un voyeur.
Ella no es feliz, y tú lo sabes. Sabes que su desestructurada familia en la que todo lo importante se rompió demasiado pronto, fue como una losa sicológica que desde que ella era muy niña hasta hoy le ha moldeado el carácter hasta convertirla en una joven con futuro, pero sin presente. Una joven con talento, pero sin alegría de vivir y por vivir.
Ella no es feliz, pero tú tampoco. No hasta que llegue el día en que veas un cambio en su adusta expresión, hasta que la veas sonreír y comprendas que un cambio positivo se ha producido en su vida. Y tú llevas tiempo maquinando para que esto último suceda… lo antes posible. Para ello, en los espacios de tiempo en que no estás contemplándola, garabateas sin parar en una ajada libreta que siempre llevas contigo, cosa que haces sólo hasta que tienes la suerte de poder observarla una vez más desde el anonimato de tu escondite de turno, variable para no incurrir en un fallo que hiciera infundirle sospechas. En esos momentos, sólo existe ella en el universo y la libreta queda relegada a un segundo plano, aunque siempre a buen recaudo.
Un buen día, cuando crees que has terminado de hacer los deberes que te habías impuesto como terapia, pero también como desagravio hacia tu persona, todo ello envuelto en el papel de regalo de la justicia, hacia ti, pero sobre todo hacia ella, te sientas a la mesa de tu despacho, que acabas de despejar por completo, y te dispones a colocar por orden numérico todas esas hojas que antes fueron escritas en borrador en tu querida libreta pensando sólo en ella, y que ahora, ya en limpio, forman un todo que bien podría llegar a denominarse novela, o mejor dicho, autobiografía. Colocas con pulcritud cada hoja, mil veces revisada y corregida por ti mismo, en su lugar correspondiente y, cuando has acabado la tarea, añades al conjunto un pen drive con la versión digital del texto en varios formatos, por si acaso. Y mientras introduces todo en un gran sobre amarillo con su nombre bien visible escrito a rotulador en el anverso del mismo, no puedes evitar mezclar una gran sonrisa con unas gotas de lluvia que, no se sabe cómo, se han introducido en tu hogar y ahora, ¡qué casualidad!, se desplazan, orgullosas, por tu rostro.
Ella no es feliz, aunque hoy tú te has levantado con la esperanza de que eso cambie en breve. El día ayuda, no llueve pero está muy gris y triste y el parque está casi vacío. Tal y como tienes previsto, a las 13h en punto te acercas a su banco y depositas en él, cara arriba para que enseguida identifique su nombre, el sobre que traes preparado con tanto cariño. Y se vuelve a cumplir el ritual horario, sólo que esta vez no el de las costumbres. Antes de sentarse, se hace con el sobre a su nombre mientras intenta localizar a alguien entre árboles y bancos, todavía no sabe a quién, sin conseguirlo. Por fin, se sienta y empieza a leer con apremio, como si tuviera que terminar lo antes posible, ya, y comprende según avanza en la lectura, que es por un afán de recuperar el tiempo perdido. A las 13h43 se da cuenta de su despiste horario, coloca todo en su sitio y vuelve hacia su oficina, sin probar bocado, eso sí, pero la expresión de su cara es ya otra. Ha desaparecido la tristeza y se atisban expresiones menos rígidas, más optimistas.
No quieres irte de allí, anhelas más que nada en el mundo ver la expresión que dibujará su rostro cuando atraviese el portal hacia la calle; y al verla aparecer antes de su hora y con una sonrisa que ya tenías olvidada, la lluvia amenaza tu rostro y tu corazón parece haberse encogido más de lo habitual…
Ella es feliz, y tú lo sabes, por lo que tú también lo eres, por fin, después de tantos años… Ella ha comprendido que tú, sin ser perfecto, no eras aquél al que describían con tan mala intención una y otra vez tratando de borrarte de su memoria, de sus sentimientos, de su vida. Tú, en un ejercicio de sinceridad y de ajuste a la realidad acaecida y a la verdad rigurosa, has escrito por y para ella, el ser más querido y ausente, pero tan presente a la vez, una novela autobiográfica sin terminar, que te ha reconciliado con tu pasado, y a ella, con su futuro, al que ahora ya puede mirar orgullosa, desafiante.
Ella es feliz porque hoy, después de completar los párrafos que tú dejaste en blanco para que fuera ella la que los terminara convirtiéndose así en coautora, ha dado por terminada la obra y ha conseguido, tras muchos esfuerzos e imaginación, que una modesta editorial lance una primera edición en papel, ¡y con tapa dura!, de la misma.
Ella es hoy más feliz que nunca, no porque esté firmando ejemplares de su libro durante la presentación oficial del mismo, sino porque lo hace junto a su coautor, con el que no para de cruzar miradas cómplices de verdadero respeto, admiración y cariño.
¡Y qué decir de ti, su padre, en estos momentos el ser más feliz y orgulloso del Universo…!

© Patxi Hinojosa Luján
(18/08/2014)

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