martes, 7 de abril de 2015

Tenía que perder peso

       El médico acabó de estudiar los resultados de los análisis que tenía en sus manos, se colocó bien las gafas para que no acabaran en la mesa después de deslizarse por su nariz y, alternando la mirada entre el paciente y su mujer, se dirigió a aquel de manera clara y enérgica:

       —Tiene usted que perder veinte kilos, de lo contrario...

       — ¿De lo contrario… qué? —interrumpió el paciente con un temblor en sus rodillas al levantarse de su asiento— ¿Se refiere a…?

       —Me temo que sí, pero, tranquilícese, eso no tiene porqué llegar si sigue unas sencillas pautas —anunció el galeno mientras jugueteaba con su bolígrafo.

       —Y estoy seguro de que ahora me las va a enumerar, ¿verdad doctor? —contestó el paciente, algo más tranquilo, volviéndose a sentar.

       —A grandes rasgos —sentenció, ajustándose el cuello de la pulcra y nívea bata— se trata de que siga una estricta dieta y de que haga ejercicio…

       Lo de la dieta, acompañado de la palabra «estricta», no le preocupaba tanto, al fin y al cabo las había probado todas, con nulo resultado, eso sí. Pero lo del ejercicio, eso le empezó a preocupar hasta el extremo de empezar a sudar. Era un sudor frío que le empezaba en la nuca y le recorría la columna. Él era enemigo mortal del ejercicio gratuito, y entendía por gratuito cualquiera que no conllevara un rendimiento inmediato y gratificante, como subir escaleras para llegar al sillón de su casa, donde se tomaría una cerveza bien fría, cuando el ascensor estaba estropeado, por poner un ejemplo.

       Y, para colmo, aquel matasanos le decía que tenía que perder… ¡nada menos que veinte kilos! Eso sería imposible, y así se lo hizo saber a su médico.

       —Nada de imposible —le rebatió aquel—, si respeta escrupulosamente la dieta indicada en el documento que le dará mi secretaria al salir y se compromete a correr diez kilómetros todos los días sin excepción durante los próximos dos años.

       ¿Diez kilómetros… todos los días… dos años…? ¿Estaba oyendo bien?

       — ¡Eso es una locura! Son… son… ¡Dios santo, 7 310 kilómetros, porque el año que viene es bisiesto! —Aprovechó la coyuntura para alardear de su habilidad mental para el cálculo—. Definitivamente, no seré capaz de lograrlo.

       —Pues debe conseguirlo, o las posibilidades que nos quedan son escasas…

       — ¿Posibilidades de…?

       — ¡Exactamente!

       Sería casi mejor que terminara todo antes de tener que sufrir semejante calvario —pensó mientras abandonaban la consulta después de despedirse de mala gana de aquel torturador.

       En la sala de espera de la consulta, la eficiente secretaria le entregó un sobre a su nombre, extrañamente preparado de antemano, mientras el doctor guiñaba un ojo de complicidad a su mujer justo antes de cerrar la puerta detrás de un nuevo paciente.

       Ya en casa, nuestro protagonista se afanaba ante un espejo de cuerpo entero en intentar verse menos mal de lo que le habían querido hacer ver. Pero ni con esas posturitas inútiles pudo suavizar su figura ni su desánimo. Estaba ante una bola de grasa que le miraba sin compasión alguna, exigiéndole un sacrificio…

       Al día siguiente, su mujer le obligó a visitar una tienda de deportes, advirtiéndole de que no volverían a casa hasta conseguir lo necesario para su inmediato salto al atletismo popular. Él obedeció sin rechistar, se sentía culpable por su desidia en cuanto al cuidado de su salud, y por la posibilidad de dejarla viuda…

       Acertaron con el tercer chándal que se probó. No era de color verde oscuro como hubiese preferido, sino amarillo chillón, el que le sentaba mejor. Y en cuanto a las zapatillas, él se hubiera comprado unas de color escarlata que le sedujeron desde el escaparate, pero acabó adquiriendo las que mejor se adaptaban a su andar, unas bicolores: rojo vivo y amarillo ocre. Sonrió al relacionar ambos colores con los de la sangre y la arena, y se sintió como si Hemingway le fuera a estar observando en su lidia con aquel cruel destino inmediato.

       Amaneció una vez más. Mientras él salió de casa disfrazado para la ocasión, ella, aprovechando que tenía al menos una hora de margen, cruzó unos mensajes de texto que borraría después de su móvil:

       —Lo has conseguido, ya ha salido a correr, ¡muchas gracias «Doc»! Me estaba empezando a preocupar su salud y había que tomar decisiones ya, aunque fuera con una «mentira piadosa».

       —No tienes que dármelas, además tenía deudas pendientes contigo: siempre me haces precio especial cuando te visito en tu establecimiento y yo lo acepto sin rechistar, ¿verdad?

       —Ya, pero tú has estado de actor de cine, tanto que ni se ha percatado de que no tuviste tiempo material para preparar su dieta personalizada y él se la llevó tan «pancho», sin sospechar nada.

       —Bueno, bueno, los amigos estamos para eso. Ya sabe, ¡a su entera disposición, señora!; —Introdujo aquí un emoticono de esos que te miran riendo— yo me he limitado a hacer mi trabajo, usted me dijo que su marido tenía que perder peso…
  
© Patxi Hinojosa Luján
(24/02/2015)

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