Despierto
confundido, no sé dónde estoy. Tampoco quién me ha traído hasta aquí ni por qué.
La sensación de mareo es insoportable, casi tanto como la de este gélido vacío
que me envuelve cuerpo y mente. Intento incorporarme pero es imposible, una
maraña de cables y tubos lo impiden. En un principio parecería que me tienen
preso e inmovilizado, pero no es así. Lo descarto gracias a un doloroso giro de
cabeza que hace que mil martillos golpeen sin compasión mi cráneo, y entonces lo
entiendo: me tienen monitorizado, estoy en una unidad de cuidados intensivos;
¿qué me habrá pasado?
Mi
visión es borrosa, pero no tanto como para no distinguir que unas personas con batas
se han percatado de mi despertar y posterior gesto de inquietud. Se acercan,
son tres. Por cómo se disponen alrededor de mi cama deduzco que son una doctora
y dos enfermeros. Éstos se sitúan en una discreta posición y aquélla hace un gesto
a sus compañeros, carraspea y se prepara para decirme algo:
—Hola,
buenas noches. Procure no alterarse por lo que le voy a anunciar. Ha sufrido un
accidente grave y está usted ingresado en un hospital. Tiene que intentar
estar tranquilo, aquí le vamos a tratar lo mejor posible. Si todo va bien, en un par de semanas podrá regresar a su
domicilio. Quizá no se acuerde de nada, es
normal, no debe preocuparse, ha sufrido un fuerte trauma pero poco a poco irá
recobrando la normalidad y con ella el recuerdo de lo que le ha pasado esta
mañana en…
La
voz de la doctora ha ido bajando de volumen poco a poco hasta hacerse
inaudible. Pero yo no necesito escuchar nada más. Me es suficiente con lo que
consigo apreciar en mi cama. Cierro los ojos, me agota tenerlos abiertos aunque
sea sólo un momento.
Siento
picor y pinchazos, y me duele mucho, aunque tendré que aguantarlo, no se puede
hacer ya nada para evitarlo. Ese vacío se me hace insufrible, pero cuanto antes
lo acepte mejor irá todo. Vuelvo a mirar allí donde las dos sábanas no deberían
estar tan pegadas. El vacío que delata esa presencia incorpórea martillea mi mente
con el recuerdo del momento en el que el mundo desapareció.
Me
aborda la idea de que tarde o temprano lo aceptaré y me adaptaré a vivir sin
una pierna, la que me sesgó aquel trozo de metal que voló, junto con otros
cientos, destrozando todo lo que encontró a su paso, pero también a personas
que no se encontraban allí. Ahora lo recuerdo… antes de perder el conocimiento,
y en el silencio del terror, pude oír con claridad los profundos lamentos de
quienes aún no tenían noticias de lo que acababa de ocurrir pero que lo iban a
sufrir por el resto de sus días.
Sí,
soy consciente de que peor suerte tuvieron otros; otros perdieron a algún ser
querido, a los que en una milésima de segundo se les situó el interruptor
vital en «apagado» con inhumana violencia, y para eso no encontrarán nunca consuelo…
© Patxi Hinojosa Luján
(23/03/2016)
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