En cada rincón del chalet reinaba el
silencio. Era un silencio gélido, un silencio en estado de alerta; un silencio
que engullía los lamentos con los que el estómago de la única persona presente
en la estancia intentaba hacer oír su protesta. Aquélla llevaba más de
veinticuatro horas sin probar bocado cuando subió hasta la segunda planta y
entró en su dormitorio. Se colocó frente al espejo de pie y, con un gesto que
intentó ser solemne, se arrodilló ante él en un intento de búsqueda de absolución
mediante una reflexiva confesión. La luminosidad de la estancia se encontraba
situada a media asta por mor de los últimos acontecimientos. Aun así podía ver
con claridad la imagen que le devolvía la luna de cristal y que no era otra que
un rostro roto, más que por el sufrimiento por el sentimiento de culpabilidad.
Permaneció allí unas horas, no
hubiera podido cuantificarlas, aunque lo que sí tenía claro era que el día
treinta y uno de marzo del año dos mil dieciséis aún acumulaba segundos cuando
inició la maniobra para recuperar la posición erguida; había perdido la
sensibilidad en las rodillas a pesar de que las tenía apoyadas en sendos
cojines, lo que ya le auguraba de antemano una incorporación dolorosa, aunque
no tanto como esa sensación de culpa que tanto le importunaba. Y lo peor de todo
era que ese tiempo de incómoda reflexión no sirvió para poder justificar ni por
un momento la decisión que tomó aquel día, diecisiete meses atrás, y empezaba a
admitir ahora que quizá no fue ni conveniente ni acertada, aspectos éstos que ya
intuyó cuando la tomó y ejecutó. Era cierto que él tenía patrimonio, pero su
empresa había quebrado y sus empleados perdido sus puestos de trabajo y ese era
el peso que cargaba en su mochila y que cada día que pasaba parecía hacerse mayor.
El varón, ya de pie, dio tres pasos
en dirección a la ventana para después deshacer lo andado en un intento de
desbloquear sus rodillas. Siguió sin gustarle lo que vio cuando volvió a
mirarse en el espejo. Lo giró ciento ochenta grados sobre su eje vertical
ocultando su reflejo y dejando a la vista una trabajada policromía en madera
noble.
Pensó en bajar a la cocina a tomar
algo fresco, tenía la garganta seca por una preocupación que pugnaba por
emparentarse con la angustia. Al intentar salir de su cuarto, tarde se dio
cuenta de que eligió para ello una puerta que antes no estaba allí… se encontró
de súbito en un espacio irreal, miró hacia atrás como si con ello pudiera
enmendar su error y lo que vio le descolocó por completo: estaba en medio de un
escenario desconocido para él, un inmenso laberinto que pareciera no tener fin
mirase donde mirara desde la atalaya dispuesta a tal efecto delante de él. Pero
era un laberinto un tanto peculiar, estaba señalizado con multitud de flechas
que indicaban sin equívoco qué pasillos se debían tomar. Podía ser una trampa
pero, como no tenía más elección, decidió seguirlas y confiar en encontrar una
salida lo antes posible. Bajó del altillo y empezó a caminar a la misma
velocidad que sus pensamientos.
Al cabo de mil giros y otros tantos
tramos rectos y curvos, se dio de bruces con una puerta. Frenó en seco, asió
con fuerza la manilla, la hizo girar y empujó con decisión para abrirse paso.
Entró sin cerrar. En cuanto lo hizo pareció que el laberinto no hubiera existido
nunca porque detrás de él a través de la puerta sólo se veía ya un pasillo
conocido con su dormitorio al fondo. Lo que vio allí dentro le tranquilizó y angustió
a partes iguales: estaba de nuevo en su hogar, sí, y ahora en la estancia que
hacía las veces de despacho. Pero en su escritorio el ordenador estaba
encendido con un mensaje abierto a punto de ser respondido. Reparó en la fecha
que indicaban tanto éste como aquél. Releyó el mensaje que se sabía casi de
memoria y empezó a responder:
«Muy señores nuestros: Lamento
informarles que después de estudiar y analizar con profundidad cada punto de la
propuesta de fusión, he renunciado a ella por el bien de mi empresa, por el mío
propio y, sobre todo, por el de sus empleados. Ya sé que este cambio les habrá
cogido por sorpresa, máxime teniendo en cuenta el interés que vieron en mí en
cada una de las reuniones que hemos mantenido, pero créanme si les digo que las
razones que tengo para tomar esta decisión son poderosas. Les vuelvo a
agradecer la deferencia que han tenido tanto conmigo como con mi empresa y les
deseo toda la suerte del mundo para el futuro de su actividad comercial.
Atentamente, Antoni Ferrer, presidente y gerente de Cataladena, S.C.L. En
Lleida, a treinta y uno de octubre del año dos mil catorce.»
Pulsó el icono de enviar y suspiró.
Supuso que recibiría en breve una irritada e indignada respuesta a su
comunicación. No le importaba en absoluto. Pero en todo caso no sería antes del
día dos de noviembre, era ya tan tarde que el reloj de su pantalla le indicaba
que habían entrado en el día uno de noviembre, el festivo Día de Todos los
Santos. Sonrió al pensar que con su acción se hubiera podido acercar, aunque
fuera muy de lejos, a alguna de cualquiera de ellos.
***
En cada rincón del chalet reinaba el
silencio, pero en esta ocasión desde hacía poco tiempo, y no era el silencio
por triplicado del ¿día anterior? Eran ya las diez de la noche bien pasadas y
no era cuestión de molestar a sus vecinos de los chalets adyacentes. Hasta
hacía bien poco la música no había parado de sonar. Música sin pausa, música alegre,
música de satisfacción. La satisfacción que le otorgaba el comprobar que sus
empleados seguían teniendo el suficiente trabajo como para no ver peligrar sus
futuros laborales.
Subió a su habitación, miró —ahora sí,
orgulloso— su reflejo y se dispuso a descansar. Por hoy ya había tenido
suficiente, estaba aprovechando al máximo la segunda oportunidad que le había
brindado —quien fuese— con tan oportuno laberinto.
© Patxi Hinojosa Luján
(31/03/2016)
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