(Continuación y final, quizá, de «¡Mira allí!»)
Estaba
inmortalizando glaciares en las retinas de sus dormidos ojos cuando le
despertaron los primeros rayos de un sol otoñal que entraban, casi horizontales
y sin piedad alguna, por entre las rendijas con las que le desafiaba la
persiana de su alcoba desde hacía un par de años; durante ese tiempo él adoptó
la costumbre de, cada noche, no bajarla por completo en homenaje a aquel día en
que, de alguna manera, cambió su vida.
Era
sábado y no tenía trabajo en todo el fin de semana; se regaló una hora más en
la cama, que al final se permitió duplicar por la recuperada tranquilidad de su estado actual. En ese
período extra de descanso viajó en un apacible y nuevo sueño a un entorno tan
diferente al anterior como lo es un paraíso tropical. Cuando despertó de nuevo,
recordó solo retazos de esa experiencia onírica y no pudo asegurar si en ella estuvo
acompañado o no. En el momento que abandonaba su cama, no sin cierta mala
conciencia por las tardías horas, los
rayos solares se enderezaban ya acercándose a los rodapiés del muro de la
ventana.
En
la soleada habitación, doblado con sumo cuidado sobre un sillón estilo vintage, reposa un uniforme que no se
moverá de allí en dos días. Abelardo le echa una mirada, que es más un
agradecimiento, mientras pasa a su lado sin intención de cogerlo; sale de su
dormitorio embutido en su pijama cerrando la puerta tras de sí; al hacerlo, deja
a la vista de nadie el póster de un dron de última generación que presenta un
piloto rojo encendido que pareciera estar a punto de guiñarnos. Está hecho a
partir de una foto suya de la que él se siente orgulloso por todo lo que
significa.
Después
del obligado paso por el cuarto de baño, se dirigió a la cocina para dar cuenta
de un frugal desayuno, no era cuestión de comer demasiado vista la cercanía del
mediodía. En ello estaba cuando sonó su móvil ofreciendo la sonriente cara de
una fémina:
—¿Sí,
quién es? —respondió Abelardo sin poder disimular su alegría evitando a duras
penas una carcajada.
—¿Qué
quién soy, para eso me has estado mareando tanto tiempo con que te enviara una
foto mía? —dijo una Eva que intentaba aparentar decepción, sin conseguirlo...— ¿Qué
tienes pensado hacer este fin de semana?, como los dos lo tenemos libre, se me
había ocurrido que podríamos hacer un plan conjunto, empezando por ir a comer
hoy, ¿qué te parece?
«¿Que
qué me parece? —reflexionó al instante Abelardo—, que no imagino un mejor plan».
—Por
mí estupendo, ¿quedamos en hora y media en el parque?, aún tengo que hacer un
par de cosas —no le dijo que eran acabar de asearse y de desayunar, sin
importar el orden.
—¡Estupendo,
Abelardo, allí nos vemos, chao!
A
pesar del deseo de Abelardo, y por falta de intentos suyos no había sido, Eva y
él no eran pareja aunque sí buenos amigos, los mejores amigos. Él estaba
enamorado como un colegial de ella, lo estaba desde que le pidiera aquel favor tan
especial y comprometido del asunto de los drones y los malos tratos, aunque un
instinto de autoprotección desarrollado a raíz de aquello le impedía a Eva corresponder
a ese sentimiento, de momento; pero le quería, le quería muchísimo, era su
mejor amigo y confidente, y si un día volvía a enamorarse solo pensaba en él
como el destinatario y beneficiario de ese sentimiento.
Cuando
diez minutos antes de lo convenido se encontraron en su rincón del parque, sendos
besos en las dos mejillas, por ambas partes, dieron inicio a su fin de semana
juntos, que tanta ilusión había generado en los dos.
Enseguida
fueron a comer, dado lo avanzado de la hora. Ya en su mesa la calidez y el
cariño que desprendían bien se podría apreciar desde todos los extremos del amplio
comedor, aunque su disfrute no lo compartieran con nadie, se lo merecían
después de todo lo que habían pasado juntos.
Sí,
la mutua compañía era tan cálida como siempre, pero en un determinado momento
Abelardo vio cómo el rostro de su amada cambiaba con brusquedad de verano a invierno,
a un duro invierno. Él la conocía bien y tal cambio no podía pasarle
desapercibido. Eva se dio cuenta de que su expresión la delataba y, plena de
reflejos y no pudiendo esconder su inquietud, se adelantó a la pregunta que
estaban a punto de hacerle, se sinceró y preguntó:
—¿Lo
notas? ¿No lo notas?; tengo la sensación de que hoy es un día especial, de que
va a ocurrir algo importante, lo percibo y me preocupa.
Abelardo
en seguida se contagió e incluso creyó ser partícipe de la misma sensación que
Eva, aunque no supo si sería por afinidad emocional con ella. Pero intentó
tranquilizarla y empezó a contarle sus últimas batallitas referentes a las
novedades de su sección en la comisaría que ella oía más que escuchaba. Se
atrevió también con algún que otro chiste a sabiendas que no era su fuerte,
todo por aliviar su desasosiego. Y en parte lo consiguió: el rostro de Eva
cambió de invierno a un toque de principios de otoño.
Con
la preocupación en pausa, salieron del restaurante decididos a dar una vuelta
entre arboledas y favorecer así la digestión, tenían toda la tarde por delante
y ya surgirían nuevos planes. Caminaban como siempre, uno al lado del otro, sin
roce físico alguno, aunque en esta ocasión más cerca que nunca el uno del otro.
En un momento dado empezó a llover, al principio un sirimiri que les refrescó y
animó, pero enseguida el cielo se oscureció como si no hubiese mañana y
tuvieron que correr hasta resguardarse en los aparcamientos cubiertos de una «gran
superficie». Una vez a salvo del diluvio, cruzaron dos miradas cómplices y
entraron en él. Recorrieron las galerías comerciales reparando en los escaparates de las
diferentes franquicias y acabaron por entrar en el supermercado.
***
«A
uno siempre le quedan recursos aunque su situación actual no sea la más
favorable, máxime si ha manejado compañías y datos importantes en su anterior
trabajo como inspector de policía —pensó Ádam, orgulloso, mientras se disponía
a colocar en las estanterías correspondientes el montón de latas de conserva apiladas
en el
palé que acababa de traer del almacén—». Su estancia en esa sucursal era ilegal
a todas luces, así lo indicaba la sentencia del juez que le condenó a dos años
de prisión y a una orden de alejamiento posterior que no le permitiría estar a
menos de diez kilómetros de su exesposa. Pero consiguió que uno de los
contactos que le seguían siendo fieles hiciera desaparecer todo su negro pasado
de una parte de su ficha policial y le consiguieran unos documentos falsos con
los que solicitar, sin preocupación ante una posible negativa, el pertinente
traslado a la sucursal del súper de su antigua población en el que ahora se
encontraba trabajando. Se tomaría todo el tiempo necesario para ejecutar su
venganza, no tenía prisa. Eva nunca había sido partidaria de comprar en grandes
superficies, por lo que no pensaba en cruzarse allí con ella. No obstante, para
evitar reconocimientos embarazosos, se había dejado una poblada barba a la par
que se había afeitado la cabeza. Se creía a salvo de miradas indiscretas…
***
El
sonido de la copiosa lluvia al atacar los materiales plásticos transparentes
que se intercalaban en el techo del recinto, semejante al crepitar de la madera
en el hogar, acobardó a nuestra pareja que empezó a visitar las diferentes
secciones a la espera de que amainara el temporal. Y, mientras iban haciéndolo,
la frecuencia del latido cardíaco de Eva iba aumentando por momentos, así como
su nerviosismo, sin saber todavía por qué. En un acto instintivo, buscó la mano
de Abelardo y la agarró con fuerza con la suya intercalando los dedos. Este,
que no opuso la menor resistencia, no se lo podía creer, era la primera vez que
caminaban así y a él le pareció estar en la gloria, entrar en el paraíso.
Acabaron de recorrer el pasillo destinado a chocolates, galletas y
dulces y giraron para entrar en el correspondiente a conservas. Al cabo de dos
pasos Eva se paró de golpe al ver a un empleado concentrado en su labor al
final del pasillo al que enseguida identificó como Ádam, a pesar de que lo
encontró muy cambiado por su intencionada transformación. Sin querer, clavó sus
uñas en la mano de Abelardo con tanta presión que una se hundió en la carne. Este, antes
de reparar en la sangre que empezaba a manar en un minúsculo reguero, la miró
extrañado, y más se extrañó cuando ella le indicó con la cara desencajada:
—¡Allí, mira!
(¿FIN?)
© Patxi Hinojosa Luján
(04/03/2016)
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