El
tiempo se le había echado encima, era ya demasiado tarde. Pronto sería noche
cerrada, pero la luna llena estaba preparada desde hacía un buen rato para
ejercer de particular linterna de los noctámbulos más incorregibles, aunque
también de su espía más discreto.
Se
acordó de conectar el teléfono móvil estando ya en el portal de su vivienda y
vio que tenía un mensaje. Supo que era importante en cuanto comenzó a leerlo. Girando
sobre los talones, dio media vuelta haciendo caso omiso a un ascensor que ya le
ofrecía su puerta abierta atendiendo a la petición que acababa de recibir. Se
dirigió al garaje para volver a coger su berlina, un coche que mantenía aún el
motor caliente, y dirigirse al hospital materno infantil: según vio por la hora
que acompañaba al texto, hacía dos horas que su mujer se había puesto de parto
con más de una semana de adelanto, lo que le comunicaba con gran disgusto al no
poder localizarle —casualidades de la vida— justo en el momento que más le
necesitaba; él había estado ilocalizable por primera vez en mucho tiempo debido
a lo que con posterioridad definió como un descuido, algo que jamás había sucedido
antes; aunque quizá no fuera tal…
El
hombre que preguntó en recepción por la situación de su esposa no aparentaba estar
nervioso.
Entró
en el paritorio justo en el momento en que la enfermera colocaba a la recién
nacida al regazo de su madre después de limpiarla y pesarla. Él se apresuró a
acercarse a la cama donde descansaba su mujer con su hija y les dio un cariñoso
beso a ambas. A continuación se interesó por cómo había transcurrido todo mediante
unas precisas preguntas efectuadas a comadrona y enfermeras. Cuando su natural
curiosidad se vio satisfecha, acercó una silla a la cama y se sentó en ella; encerró
con sus manos las de su mujer en un claro primer intento de disculpa, mientras ambos
veían como se llevaban a su hija para hacerle las primeras pruebas.
Enseguida
la madre sucumbió a un sueño plácido debido al cansancio derivado por el ímprobo
esfuerzo que acababa de realizar. El padre, retirando la protección de sus
manos, fijó la mirada en la puerta por donde se habían llevado a su hija y
después cerró los ojos; nadie que le observara en ese momento hubiera podido
sospechar que, apenas un par de horas antes, acababa de cometer un asesinato. La
joven había sido solo un entretenimiento para él durante los últimos meses y
cuando esta, cansada de esperar, le recordó sus promesas en tono perentorio, como
respuesta recibió un profundo corte en la garganta que le robó su vida en lo
que quedaría como un crimen más sin resolver.
***
A
las primeras semanas de dudas, nervios y noches en vela, siguieron meses de
adaptación a la paternidad recién adquirida. Estos completaron los primeros
años de su hija que, desde que pudo sostener su cabeza erguida y fijar la
mirada, empezó a mostrar a los ojos de su padre una inescrutable mirada. Desde
un principio alta fue la preocupación de este, e incluso fue creciendo poco a
poco según los rasgos de la chica iban fijándose en aquel no tan inocente
rostro, poseedor de unas facciones que ya anticipaban la especial belleza que
en un futuro la acompañaría como pieza fundamental del puzle de su personalidad;
pero aquella inquietud nunca fue compartida con la madre.
***
Los
años pasan con tanta rapidez como la que gastan los pesimistas cuando medio
vacían sus vasos. Y en estas te ves que hoy acabas de ser padre y, ¡zas!,
mañana tu hija te esconde sus amigos y parejas ante el temor de que no sean de
tu agrado e intentes averiguar demasiadas cosas. Aunque siempre hay alguna excepción.
Un
buen día, la hija de nuestro protagonista volvió del instituto acompañada;
buscó y encontró a su padre en la cocina…
—Papá,
quiero presentarte a una compañera de clase, una buena amiga, la mejor; se
llama Angie y, ¡mira qué casualidad!, nació el mismo día que yo y casi a la
misma hora; y como quería conocer la casa donde vivimos y conoceros…
—¡Encantado,
Angie! —Se apresuró a saludar de lejos el padre interrumpiendo a su hija,
cautivado desde el primer instante por la enigmática belleza de su amiga—. ¿Te
quedarás a merendar, verdad?
—¡Claro,
papá! —Se adelantó su hija antes de que Angie pudiera negarse—. Pero esperad a
que me dé una ducha, bajo enseguida. —Y desapareció sin esperar respuesta.
Ya
solos, Angie se dirigió al padre de su amiga:
—Si
quiere, le ayudo con la merienda —indicó mientras avanzaba hacia él con insinuantes
movimientos.
—Estaría
bien —indicó ignorándolos—, coge ese cuchillo de la encimera. Puedes cortar pan
para tres bocadillos; mi mujer no ha vuelto aún de trabajar, pero yo os acompañaré.
Angie
hizo caso omiso a la parte final de la sugerencia del adulto y, con el cuchillo
colgado de su mano en paralelo a su muslo derecho, se acercó hasta colocarse junto
a él para, pegando los labios a su oreja, susurrarle:
—¿Me
recuerdas, me reconoces? —Retrocedió un paso para que la pudiera observar bien,
de frente—. ¿Aún no?
—Pues
no, ¿debería? —contestó él desconcertado y ruborizado, equivocando la
interpretación de las intenciones de la «descarada» adolescente. Pensó que
aquello era ya demasiado, alguien podría verles…
—¿En
serio?, ¿estás seguro de que no… me reconoces? Mira bien en mis ojos, busca en
lo más profundo, ayúdate con «aquella» luna llena…
Angie
esperó a que el pánico se apoderara del cuerpo y se reflejara en el rostro de
quien no parecía ahora más que un cachorrito acorralado y, blandiendo con
cuidado el cuchillo, se le acercó un poco.
—Sé
que ya sabes quién soy, me lo confirma tu mirada. Te confesaré algo: Cometí un
error, soy consciente de ello. Me equivoqué al creerte, al pensar que no
mentías cuando me jurabas que te separarías, que yo era la única mujer que te
importaba y amabas. Pero tú cometiste uno mucho más grave, incluso, que el
quitarme la vida, y fue pensar que aquello era el punto y final, que nadie te
pediría cuentas por tu atroz acto —Angie lo acorraló en ese momento y le mostró
una sonrisa que a él le pareció diabólica, carente de sonido, porque en ese
preciso instante empezó a reinar el silencio.
Y
al silencio le acompañó la oscuridad más luminosa cuando, con una de las
arterias carótidas de su cuello seccionada, cayó al charco que su propia sangre
había formado como alfombra fúnebre. Angie dejó caer el cuchillo y se fue sin
despedirse de su amiga cuando su ser incorpóreo abandonó la escena sin siquiera
moverse de allí.
***
En
ese preciso momento, y ajena a todo cuanto acababa de acontecer en la cocina, la
joven de la casa baja en albornoz desde el piso superior; su inescrutable mirada
ya nunca más será tal pero, claro, ni ella ni su madre serán conscientes nunca
de ello.
***
En
otra dimensión, la Justicia Universal sigue medio llenando su vaso, y piensa
que jamás beberá de él; aún cree tener motivos —tozuda ella— para seguir en el
bando de los optimistas…
© Patxi Hinojosa Luján
(18/07/2016)
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