lunes, 22 de agosto de 2016

Abandonadas


Debió colocarlo, antes de su ineludible partida, uno de los postreros huéspedes en abandonar la Villa: en la puerta principal, un cartel escrito a mano —con trazos apresurados y que reza «el último que cierre y que apague la luz»— destila el aroma de una nostalgia cercana.
A pesar de tener que invertirse el orden de las acciones de la cita, ésta no cae en saco roto y la petición se cumple en silencio, con el máximo respeto. A partir de ese instante, las instalaciones intentan fijar en su inerte memoria el recuerdo de todo lo que fue, y también de lo que no, recuperándolo de su habitáculo temporal donde mora impregnando las partículas del aire.
El espacio ha quedado en la penumbra artificial que suelen ofrecer las ventanas cerradas cuando lo son de par en par, a la espera de la oscuridad de la noche; mas cuando ésta llega de paso, unos tenues brillos plateados la desafían con sus intermitentes aunque sincronizados destellos luminosos, como si de un cortejo de luciérnagas macho se tratara. Pudieran ser los brillos de unos trofeos que no se cuelgan del cuello sino que se depositan en las almas de quienes se sienten vencedores aun sin que cámara alguna los enfoque para su vanagloria; lejos del influjo mediático, ellos son los verdaderos triunfadores, los que no se han defraudado a sí mismos ni a todo el trabajo previo realizado junto a las expectativas que se generaron. Pudieran ser, sí, pero no es éste el caso…
En un rincón de la sala de lectura, encima de una mesa baja, unas medallas intentan llamar la atención a sabiendas de que no será fácil, no por el momento. Han sido menospreciadas, olvidadas allí debido a la frustración de sus poseedores que no han podido soportar no ganar una vez más; se niegan a valorar lo que han obtenido y maquillan su despecho con la esperanza de que quizá un día sí lo consigan.
Son brillantes. Son de plata. Y han sido abandonadas.

© Patxi Hinojosa Luján
(22/08/2016)

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