Debió
colocarlo, antes de su ineludible partida, uno de los postreros huéspedes en abandonar
la Villa: en la puerta principal, un cartel escrito a mano —con trazos
apresurados y que reza «el último que cierre y que apague la luz»— destila el
aroma de una nostalgia cercana.
A
pesar de tener que invertirse el orden de las acciones de la cita, ésta no cae
en saco roto y la petición se cumple en silencio, con el máximo respeto. A
partir de ese instante, las instalaciones intentan fijar en su inerte memoria el
recuerdo de todo lo que fue, y también de lo que no, recuperándolo de su
habitáculo temporal donde mora impregnando las partículas del aire.
El
espacio ha quedado en la penumbra artificial que suelen ofrecer las ventanas
cerradas cuando lo son de par en par, a la espera de la oscuridad de la noche;
mas cuando ésta llega de paso, unos tenues brillos plateados la desafían con
sus intermitentes aunque sincronizados destellos luminosos, como si de un
cortejo de luciérnagas macho se tratara. Pudieran ser los brillos de unos trofeos
que no se cuelgan del cuello sino que se depositan en las almas de quienes se
sienten vencedores aun sin que cámara alguna los enfoque para su vanagloria; lejos
del influjo mediático, ellos son los verdaderos triunfadores, los que no se han
defraudado a sí mismos ni a todo el trabajo previo realizado junto a las
expectativas que se generaron. Pudieran ser, sí, pero no es éste el caso…
En
un rincón de la sala de lectura, encima de una mesa baja, unas medallas intentan
llamar la atención a sabiendas de que no será fácil, no por el momento. Han
sido menospreciadas, olvidadas allí debido a la frustración de sus poseedores
que no han podido soportar no ganar una vez más; se niegan a valorar lo que han
obtenido y maquillan su despecho con la esperanza de que quizá un día sí lo consigan.
Son
brillantes. Son de plata. Y han sido abandonadas.
© Patxi Hinojosa Luján
(22/08/2016)
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