Tomó
la última curva y entonces la vio allí, al fondo del camino, desafiante. En ese
momento los pensamientos se amontonaron en su cansada mente; se deshizo de los
superfluos y se quedó con la sensación de alivio que le inundó al sentirla tan cerca.
Siguió caminando mientras iba interiorizando la firme idea de que su regreso,
esta vez, era para quedarse.
El
camino se bifurcaba a cincuenta metros del destino y justo en el vértice de la escorada
«Y» decidió tomar el ramal izquierdo para entrar en su casa por detrás.
Nervioso, buscó la llave en su riñonera y con ella en la mano llegó hasta la
puerta. Intentó introducirla en la ranura pero no pudo; pensó que quizá se
hubiera confundido pero enseguida desechó esa idea: la llave era esa, no cabía
la menor duda. Inspiró y expiró con calma, a fondo, y lo intentó de nuevo, sin
éxito. Iba a probar por tercera y última vez, a sabiendas de que el resultado
sería el mismo porque el inquilino había cambiado la cerradura con total
seguridad, cuando oyó un fuerte portazo proveniente del otro lado de la casa,
de su puerta principal.
Buceó
un instante en sus recuerdos y corrió en el sentido de las manecillas del reloj
todo lo rápido que pudo esquivando los obstáculos —ornamentales, pero también
naturales—, bordeando los muros en lo posible hasta llegar al punto del
estruendo. Llegó jadeando, y mientras a su derecha aún pudo ver el colgante
que, con un sutil balanceo, nos acogía con el «Ongi Etorri» y que trajo de su
anterior viaje, a su izquierda, en el ramal derecho que no tomó al final del
camino, una figura caminaba decidida, alejándose a buen paso, como escapando de
algo o de alguien. La llamó en el silencio de un requerimiento mental con un
grito mudo que no era sino una orden. Obtuvo un resultado inmediato: Vio que aquélla
frenaba en seco aunque no se giró; miró por encima del hombro para regalarle
una sonrisa que escondía toda una declaración de intenciones y continuó, ahora
con paso más moderado, hasta perderse tras la primera curva, que ya nunca más
sería la última.
Se
sentó a descansar en un banco del jardín. No necesitó quitarse antes la pesada
mochila negra y naranja: hacía unos minutos que descansaba en la espalda de
quien ya se alejaba por el conocido y transitado sendero, ancho y, como casi
siempre, herboso.
***
Un
rústico y bello asiento de madera tallada es testigo privilegiado de un hecho
no muy frecuente que es amparado por la oscuridad con que lo envuelve la noche:
una silueta humana se va difuminando poco a poco, mas su esencia vital continúa
en el acomodo corpóreo que le da quien lo vuelve a intentar una vez más...
© Patxi Hinojosa Luján
(08/08/2016)
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