lunes, 8 de agosto de 2016

El regreso


Tomó la última curva y entonces la vio allí, al fondo del camino, desafiante. En ese momento los pensamientos se amontonaron en su cansada mente; se deshizo de los superfluos y se quedó con la sensación de alivio que le inundó al sentirla tan cerca. Siguió caminando mientras iba interiorizando la firme idea de que su regreso, esta vez, era para quedarse.
El camino se bifurcaba a cincuenta metros del destino y justo en el vértice de la escorada «Y» decidió tomar el ramal izquierdo para entrar en su casa por detrás. Nervioso, buscó la llave en su riñonera y con ella en la mano llegó hasta la puerta. Intentó introducirla en la ranura pero no pudo; pensó que quizá se hubiera confundido pero enseguida desechó esa idea: la llave era esa, no cabía la menor duda. Inspiró y expiró con calma, a fondo, y lo intentó de nuevo, sin éxito. Iba a probar por tercera y última vez, a sabiendas de que el resultado sería el mismo porque el inquilino había cambiado la cerradura con total seguridad, cuando oyó un fuerte portazo proveniente del otro lado de la casa, de su puerta principal.
Buceó un instante en sus recuerdos y corrió en el sentido de las manecillas del reloj todo lo rápido que pudo esquivando los obstáculos —ornamentales, pero también naturales—, bordeando los muros en lo posible hasta llegar al punto del estruendo. Llegó jadeando, y mientras a su derecha aún pudo ver el colgante que, con un sutil balanceo, nos acogía con el «Ongi Etorri» y que trajo de su anterior viaje, a su izquierda, en el ramal derecho que no tomó al final del camino, una figura caminaba decidida, alejándose a buen paso, como escapando de algo o de alguien. La llamó en el silencio de un requerimiento mental con un grito mudo que no era sino una orden. Obtuvo un resultado inmediato: Vio que aquélla frenaba en seco aunque no se giró; miró por encima del hombro para regalarle una sonrisa que escondía toda una declaración de intenciones y continuó, ahora con paso más moderado, hasta perderse tras la primera curva, que ya nunca más sería la última.
Se sentó a descansar en un banco del jardín. No necesitó quitarse antes la pesada mochila negra y naranja: hacía unos minutos que descansaba en la espalda de quien ya se alejaba por el conocido y transitado sendero, ancho y, como casi siempre, herboso.
***
Un rústico y bello asiento de madera tallada es testigo privilegiado de un hecho no muy frecuente que es amparado por la oscuridad con que lo envuelve la noche: una silueta humana se va difuminando poco a poco, mas su esencia vital continúa en el acomodo corpóreo que le da quien lo vuelve a intentar una vez más...

© Patxi Hinojosa Luján
(08/08/2016)

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