En
mi primera escuela, viendo que mis compañeros elegían su mano diestra para dar comienzo,
con torpeza, a nuestra relación con los lápices de turno —los de trazo gris grafito
y los de colores—, yo lo intenté con la otra hasta que se me «invitó» a
renunciar a ese propósito con la sutileza que utilizaban las reglas de madera cuando
«acariciaban» las yemas de los dedos. Pensaba en un mundo sin imposiciones
caprichosas. Rebelde.
Tampoco
me gustaron nunca aquellos otros señores. Estaba en los primeros capítulos de
mi vida y llegué al extremo de tenerles miedo: me infundían terror con esas vestimentas
tan negras, y con su manera de hablar y actuar. No acababa de entender por qué se
arrogaban el derecho de decidir qué se podía hacer y decir y qué no, ni que nos
inyectaran a presión el pánico amenazándonos con infiernos y purgatorios si no
hacíamos, como el resto del rebaño, lo que nos dictaban. Tampoco soporté de muy
buen grado que sólo se calzaran sonrisas, y de plástico, cuando querían camelarnos,
como la ocasión en que quisieron vernos a todos ataviados igual, uniformados con
esas túnicas blancas, unos hábitos diseñados para pasar por el aro de sus
caprichos impuestos. Yo, como mal menor, no comulgué con semejante moda y deslicé
mi rebeldía dentro de una especie de traje de calle oscuro que me quedaba casi
tan mal como aquellas sotanas camufladas, pero… Recuerdo que respiré hondo y
aguanté la respiración hasta que, ya preadolescente, pasó el mal trago; y lo
conseguí sin confirmar nada con ellos. Soñaba aún con un mundo sin imposiciones
arbitrarias. Rebelde.
Tiempo
después, ya sin supervisor que moldeara mis hábitos, si la mayoría de la gente
llevaba el reloj en la izquierda, yo en la derecha; que mis compañeros de
fútbol jugaban con la derecha, yo centraba y chutaba con la izquierda. Rebelde. El mundo
empezaba a parecerse a como lo había dibujado con aquellos lápices.
***
Os
confesaré algo: llevo más de medio siglo siendo hincha del equipo de mis amores
en territorio enemigo y a veces pienso, equivocado, que los insurrectos son
ellos; aunque enseguida reconozco que soy yo el que se comporta como tal. Siempre
he sido un poco, y lo seguiré siendo, rebelde.
***
Si
a pesar de todo lo que os he contado, llegado el día os decidís a asistir a mi
entierro, no perdáis el tiempo buscándome allí, no pienso acudir; con toda
seguridad estaré muy ocupado observando cómo reacciona la Dama de negro cuando,
después de mi último movimiento frente al tablero de sesenta y cuatro casillas,
le susurre con pausa en el oscuro y vacío lugar donde debería hallarse su oído:
¡Ja-que-ma-te!…
Rebelde,
sí.
© Patxi Hinojosa Luján
(31/08/2016)
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