El
crucial momento se estaba aproximando, ya no se podía retrasar mucho más. Notaba
en el ambiente la tensión previa; las conversaciones con frases más cortas de
lo habitual, las respuestas monosilábicas a sus demandas, en la mayor parte de
las ocasiones, no le habían pasado desapercibidas. Decidió que, llegada la
ocasión, estaría preparada.
Subió
a su habitación y se encerró en ella después de deslizar el pestillo de la
puerta; a continuación tomó asiento frente a su escritorio. Se quitó las gafas
justo un instante, el necesario para restregarse los ojos; cogió un folio y
empezó a escribir:
«Queridos
papás»
Paró
de golpe, puso la palma de su mano izquierda abierta sobre la hoja y,
retrayendo los dedos, la convirtió en una bola deforme que tiró a la papelera camuflada
como canasta de baloncesto, encestando. No hubo ovación que jaleara dicho
acierto, sólo la efímera satisfacción personal. Con un pañuelo de papel secó
sus ojos y mejillas; cogió otro folio y volvió a empezar…
«Queridos
papás:
Estoy
preocupada, es que me parece que estáis enfadados conmigo porque mis notas han
bajado un poco en los últimos exámenes. No os preocupéis, en los próximos
volveré a tener las notas de siempre, ya lo veréis. Lo que ocurre es que he
pasado unas semanas preocupada por un sueño que tuve y que me ha tenido
pensando en una cosa todo este tiempo. Soñé que era adoptada, que no sois mis
padres verdaderos y eso me puso muy nerviosa y triste; he estado imaginando
cosas muy raras que me han distraído. ¡Qué tontería!, ¿verdad? Ahora vuelvo a
estar tranquila otra vez. De todas formas, aunque eso fuera cierto, ya no me
importa nada, sólo vosotros sois mis padres desde siempre y para siempre, pase
lo que pase. Os quiero mucho, no lo olvidéis.
Vuestra
hija.»
Dobló
la hoja por la mitad y la deslizó debajo del cuaderno de mates, aunque sabía que esa precaución era del todo innecesaria.
Cuando
salió al pasillo, escuchó unos susurros provenientes de la planta baja de la vivienda
que no eran sino una conversación que intentaban mantener sus padres con discreción.
Aquellos cesaron al instante y entonces oyó a su padre dirigirse a ella con
determinación al haber oído sus pasos en el pasillo:
—Hija
—tuvo que hacer una pausa para carraspear—, ¿puedes bajar un momento al salón,
por favor?
—¿Pasa
algo? —preguntó, intranquila, haciendo una especie de tirabuzón en su melena con
uno de sus dedos.
—Queremos
contarte algo…
—Voy
enseguida —gritó, aún más nerviosa, mientras volvía sobre sus pasos para entrar
en su cuarto y coger la nota que acababa de dejar.
Bajó
al comedor.
Se
sentaron los tres a la amplia mesa del centro, la chica frente a los mayores. Éstos
se miraron a los ojos, asintieron al unísono, y fue el padre el que tomó la palabra:
—Como
te he dicho antes, hija, queremos contarte algo.
—Esperad
un momento, porfi, antes quiero daros
algo —dijo ofreciendo la hoja doblada al aire donde una mano femenina se adelantó
a cogerla.
La
desdobló y la colocó de manera que los dos pudieran leerla. Cuando acabaron, ella
apoyó la nota en la mesa y miró a su hija con ojos vidriosos; a continuación buscó
a su marido con una expresión de sorpresa que fue más una solicitud de ayuda.
Ambos se encogieron de hombros a la vez en una clara confirmación: la de la aceptación
de que no tenían ni la menor idea de la procedencia o no de trasmitir a su hija
aquello tan importante y para lo que llevaban preparándose tanto tiempo…
***
Han
pasado dos días desde la trascendente reunión familiar, los mismos dos días que
lleva su hogar liberado de la tensión que espesaba el aire hasta dificultar las
respiraciones. Las mismas cuarenta y ocho horas que hace ya de que padres e
hija se desenvuelven sin la pesada mochila que cargaban antes con el peso cada
vez mayor de la verdad oculta, de la cruda confesión por realizar y escuchar.
El
ambiente ha ganado en luminosidad y ahora los pasos por la vida de sus
moradores son mucho más ligeros.
***
Una
madre se dispone a vaciar una de las papeleras de la casa cuando repara en algo,
un papel arrugado; lo desdobla y, prestando toda la atención, consigue leer con
dificultad dos palabras bajo lo que piensa que es la marca, ya reseca, de una
lágrima que ha hecho correr la tinta. No puede evitar que otra suya caiga justo
encima de la de su hija; la deja secar sin prisa mientras se dirige a su dormitorio.
Allí, escondida en el altillo del armario, a una carpeta llena de hojas —con dibujos
que no esconden sus trazos infantiles— le aguarda una nueva y extraña compañía,
la segunda en dos días, sin ilustraciones como la anterior pero con tanta alma
como las que atesoran aquéllas.
© Patxi Hinojosa Luján
(24/08/2016)
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